Elogio circunstancial del demagogo
Una vez, cuando el país sufría uno de sus recurrentes picos inflacionarios, se le preguntó a Alsogaray qué estaba pasando. El capitán ingeniero contestó: "Es la lechuga". En ese preciso momento el precio de la lechuga se había ido a las nubes. Pero la respuesta de Alsogaray encerraba una ironía. Enemigo acérrimo de la inflación, Alsogaray creía que esta grave enfermedad invade el cuerpo social cada vez que la cantidad de moneda circulante excede la cantidad de productos que ofrece la economía.
Cuando hay inflación, ella se manifiesta en el mostrador al que acuden los castigados consumidores a través del alza intempestiva, aparentemente caprichosa, de determinados productos. La suba del precio de la lechuga, según el verdadero pensamiento de Alsogaray, no era la causa de la inflación sino uno de sus múltiples efectos . Como en el imaginario colectivo la inflación se traducía en ese momento en el precio de la lechuga, Alsogaray, quizá cansado de ofrecer explicaciones técnicas que caían en saco roto, acudió a su seco humor para rendirse, aunque sólo fuera en apariencia, ante la creencia popular. La inflación, ese día, era la lechuga.
¿Qué debía hacer entonces un estadista? Incentivar las inversiones para que la oferta y la demanda de los bienes de la economía se equilibraran, logrando de un lado el aumento de la oferta y, del otro, el descenso ya no forzado sino natural de los precios en medio de una economía en dirección de la abundancia. El problema era que este proceso de saneamiento sólo podría lograrse en el mediano plazo, mientras los reclamos inmediatos de los castigados asalariados y consumidores se multiplicaban en lo inmediato, con el consiguiente costo electoral para los gobernantes.
¿Qué hicieron por ello en repetidas ocasiones aquellos gobernantes para quienes no hay costo mayor que la pérdida de votos? Controlar como fuera los precios para aliviar la tensión, dejándoles a sus sucesores un problema mayor que el que ellos mismos habían heredado.
Castigar los efectos de la inflación sin erradicar sus causas fue, así, el falso remedio al que acudieron los políticos argentinos. A medida que el tiempo transcurría y cuando el corto plazo dejaba finalmente su lugar al inevitable largo plazo, empero, las consecuencias de esta miopía se traducían en la desinversión por falta de incentivos y en el consiguiente desabastecimiento, hasta que, llegándose al fin a una situación insostenible, algún gobernante acudía resignado al brusco "sinceramiento" de los precios en retraso, cargando sobre sí el aplastante costo electoral que sus antecesores habían evitado.
Una y otra vez, esta historia de la miopía del corto plazo y sus consecuencias en el largo plazo se abatió sobre una Argentina que había detenido su crecimiento. La memoria más vívida pero no por cierto la única de esta catastrófica secuencia fue el estallido de la política de "inflación cero" que aplicó el ministro Gelbard bajo Perón y su sucesora, Isabel Perón, cuando el ministro Rodrigo desató el famoso "Rodrigazo" en 1975. Pero el Rodrigazo es sólo la más recordada de las múltiples heridas de la demagogia inflacionaria que afectó a los argentinos desde que nació la inflación en 1945.
Nuestro maná
La política de combatir los efectos de la inflación sin atender a sus verdaderas causas se ha repetido entre nosotros a lo largo del gobierno de Kirchner, de la mano de su entusiasta heraldo Guillermo Moreno. La inflación, como consecuencia, ha vuelto a subir. Lo que hay que preguntar ahora es por qué en esta oportunidad, pese a que las raíces del error son las mismas que en el pasado, a Kirchner le ha ido bien hasta el punto en que todavía nos preguntamos si su esposa ganará en la primera vuelta. ¿Qué ha cambiado en el país para que a la alquimia demagógica del control de precios no la haya azotado esta vez, como a sus predecesoras, el impiadoso látigo de la realidad?
Lo que ha cambiado es la soja. Cuando Moisés guió a los judíos a través del desierto, Dios distribuyó entre ellos un alimento milagroso al que llamaron maná . Sin el maná, Moisés y los suyos habrían perecido. Sin el alza casi milagrosa del petróleo, a Hugo Chávez ya se le habrían agotado los recursos de su voraz demagogia. Sin la soja, otro tanto les habría ocurrido a sus émulos argentinos.
Al advertir que los precios suben al galope pese al control autoritario de Moreno, esta semana hubo en el Gobierno dos reacciones abismalmente diferentes. El presidente del Banco Central, Martín Redrado, voceó en una reunión internacional lo que vino a representar una reacción clásica, responsable, cuando proclamó que le preocupa "profundamente" la inflación. La reacción inmediata de Kirchner frente al acentuado aumento de los precios respondió en cambio a otra lógica. Al indignarse ante el aumento de la papa, ¿no trató acaso el Presidente de identificarse con la indignación que sufren los consumidores ante el mostrador? Y al hacerlo, ¿no quiso transmitir el mensaje de que lo que más le preocupa no son los razonamientos de los economistas sino la penuria popular? Cuando se piensa antes que nada en los votos cuando falta un mes y medio para las elecciones, lo que urge antes que nada es mostrarle al pueblo que su presidente vibra en la misma sintonía que él.
Otra lógica
Esta es la lógica de la demagogia; no tanto solucionar los problemas de fondo del pueblo mirando al largo plazo, sino expresar una sensibilidad acorde con la del pueblo, aunque después la inflación siga su camino. ¿O se cree seriamente que, con la intervención fulminante y aparatosa en el mercado de la papa y del tomate, se abatirá la inflación?
Que caiga hoy sobre nosotros el maná de la soja quizá nos permita atravesar el desierto por un tiempo, pero no dejará de generar por ello grandes costos para nuestro desarrollo. Pero esta pérdida no se siente por ahora porque es difusa. Cuando hay un accidente, el afectado demanda a su causante por dos motivos. Uno es el llamado por los abogados daño emergente , es decir, el daño que efectivamente sufrió en su persona y en su vehículo. Pero hay otra pérdida más sutil, el llamado lucro cesante , que no consiste en lo que esa persona sufrió directamente sino en lo que "deja de ganar", por ejemplo, por no poder trabajar por largo tiempo. En los tiempos de euforia de la soja, esta pérdida no se nota, y tampoco se percibe un "daño emergente" porque la economía, aún, sigue creciendo. ¿Quién percibirá, quién podrá echarle al Gobierno la culpa por lo que está dejando de ganar la Argentina con su aislamiento internacional y con sus controles internos, en contraste con países vecinos como Chile, Brasil y Uruguay, cuyas políticas apuntan lúcidamente al largo plazo? Para que pudiéramos apreciar lo que ellos hacen, haría falta entre nosotros la misma lucidez. Pero la Argentina demagógica de los últimos sesenta años ve en cambio con sorpresa que hacer las cosas mal esta vez no impide que le vaya bien. ¿Habrá algún candidato que pueda convencer a los votantes de que, en vez de seguir "bien" por algún tiempo más a caballo de políticas finalmente irracionales, podríamos aspirar a que nos fuera "muy bien" a cambio de una dosis suficiente de realismo? El candidato que piense así tendrá la razón. Lo que no sabemos aún es si, en estos tiempos todavía demagógicos, tendrá además los votos.