El nuevo siglo amaneció aquí dejando una nación política más retorcida, menos agradable. La confrontación y la discordia han reemplazado la tolerancia entre los dirigentes políticos. Odio y rencor son, en cambio, fácilmente perceptibles en algunos sectores sociales, quizá no vastos, pero sí influyentes. Frente a ellos –o por ellos–, una enorme mayoría social se ha desentendido de los asuntos públicos y de las rencillas conmovedoramente minoritarias.
Odio, por un lado; apatía, por el otro. La fórmula es una mezcla letal para los que conciben la democracia como una manera de vivir y no sólo de votar. La política perdió hasta el componente de una noción, superficial siquiera, de la calidez humana. El adversario, convertido en enemigo; la ideología marca la relación entre las personas. La etapa que se abre hoy, con la probable irrupción de una presidenta electa, podría significar el punto de partida de un período más amable en la vida pública. Podría, sólo podría. El potencial es necesario porque no se sabe, a ciencia cierta, qué pasará después del 10 de diciembre.
Todos los presidentes que se montan sobre una campaña electoral permanente terminan dividiendo a la sociedad entre amigos y enemigos. Los dueños del marketing han establecido que ésa es la manera moderna de gobernar. A George W. Bush lo culpan de lo mismo en los Estados Unidos. Las encuestas están por encima de la razón de Estado. Los porcentajes de aceptación o de rechazo popular prevalecen sobre el viejo concepto de que sólo las elecciones significaban períodos de confrontación. La política, así, no tiene alma.
Néstor Kirchner es una cosa sobre la tribuna y es otra cuando se baja de ella. Pero en la tribuna ha fustigado sin tregua a casi todos los sectores sociales, con excepción de los que lo ayudan a conservar el poder. Véanme gobernar, no me escuchen , suele repetir.
La cultura que emerge del gobierno suele expandirse rápidamente. Sus opositores también han caído en el error del agravio fácil y del diálogo difícil. El odio fue la consecuencia palpable en el espíritu de algunos amigos del gobierno y, también, en el de sectores sociales enfrentados con el gobierno.
No es la política opositora la que odia ni tampoco los sectores sindicales o empresarios. Son grupos sociales que se pueden vislumbrar detrás de la fábrica del rumor o, en el caso de algunos núcleos cercanos al gobierno, en el discurso manchado por la impronta de antiguas guerras.
La ropa de Cristina Kirchner o los trajes raídos de su esposo son motivo de ardientes objeciones. ¿Se puede odiar sólo por las apariencias? Otros comparan la virtud con el pecado sólo por lo que cada uno hacia -o no hacía- hace treinta años. ¿Es posible el rencor después de más de un cuarto de siglo?
Todos son soldados perdidos de causas perdidas. ¿Cómo pedirles a las nuevas generaciones que se comprometan con banderas que no pueden distinguir? ¿Cómo, cuando no sabrían ni siquiera por qué lucharían? ¿Cómo, al fin y al cabo, si hay argentinos de 35 años o de 20 años que no han vivido las guerras viejas ni las nuevas?
Las prioridades
Encumbrados funcionarios han intentado una explicación diciendo que esa división es consecuencia de un país que ha visto morir a demasiadas personas de un lado y del otro en la década del 70. Esas heridas no cicatrizan fácilmente , subrayan. Kirchner suele suscribir ese argumento, incluida la precisión de los muertos de los dos bandos. Nunca lo dice en público, pero lo repite con frecuencia, últimamente, en reuniones muy reservadas.
Dejemos ahora esas cuestiones en manos de la Justicia. Ricardo Lagos gobernó con una fórmula exitosa: El pasado es el deber de la Justicia; el deber del gobierno es el futuro . En la Argentina, es el debate político el que ha envejecido con las ideas persistentes de los antiguos combates. Oscila entre los enfrentamientos que sucedieron en los años 70 y las políticas que predominaron en los 90.
¿Dónde se ha oído en los últimos meses o años una discusión seria sobre el país de la próxima década? ¿Cuál es, en última instancia, el plan estratégico nacional no ya sólo del gobierno sino de la comunidad política en su conjunto? ¿No es esa carencia lo que ha hecho de la Argentina un país de sospechoso futuro frente al deslumbramiento que producen en el mundo, por ejemplo, Brasil y Chile?
Un polaco sufrido, el talentoso director de cine Andrzej Wajda, acaba de decir, sobre las cicatrices reabiertas en su país, que el pasado no debe olvidarse, pero debe superarse . Otro polaco célebre, el ex presidente Lech Walesa, les recordó a sus compatriotas recientemente que lo que ya sucedió no puede ser la prioridad de una sociedad .
Una generación sin odios
Pero el pasado es sólo una parte de las actuales e inhumanas luchas ideológicas. En los primeros años de la democracia, cuando el desafío era la recuperación de las libertades, hubo una generación de políticos que no odiaba ni promovía el odio. Raúl Alfonsín, Antonio Tróccoli, Italo Luder o Antonio Cafiero, entre varios más, sabían competir y convivir al mismo tiempo.
Quizás ellos tenía entonces una misión que felizmente desapareció con el tiempo: construir la democracia desde la nada y alejarla de los riesgos de quebrantos que la acosaron durante los 50 años previos.
En los años de Carlos Menem comenzaron a insinuarse los primeros brotes del resentimiento político y social. A Menem lo amaban o lo odiaban. Menem también era confrontativo y le gustaba crispar la política con la ofensa y el desaire.
Pero fue después de la monumental crisis de 2001 cuando el odio y el rencor aparecieron más nítidamente en el escenario de la política. La sociedad comenzó a separarse entre minorías capaces de odiar y mayorías frías, glaciales, ante las cosas de la política.
Cuando las mayorías sociales se aislan, y cuando la participación social deja de ser un elemento cotidiano del sistema democrático, son las minorías de fanáticos las que ocupan irremediablemente el centro del escenario y de la discusión.
Kirchner consideró necesario al principio dar un golpe brutal sobre la mesa para asentar su autoridad, la poca que había conseguido en las elecciones presidenciales. En rigor, un presidente blando y dubitativo no era el mejor remedio para aquellas épocas de agonías y naufragios. Ese modo público casi intratable le dio resultados y no paró de repetirlo en más de cuatro años de poder que lleva.
Un pensamiento sin refutación se instaló después en la vida política. Cualquier idea que desentonara con las ideas del gobierno era considerada políticamente incorrecta, sobre todo por los sobreentendidos voceros oficiales. Un remedo al revés de lo que había sucedido en la década del 90. Los críticos de Menem también eran tratados como lunáticos extraviados.
El lugar de la prensa
Hubo otras consecuencias. El discurso único y la destrucción de los partidos políticos terminaron convirtiendo a la prensa en el adversario, al menos en el imaginario del poder. Ya lo era con Menem; lo siguió siendo con Kirchner. No es el lugar que le corresponde a la prensa en el sistema democrático, cuando funcionan las instituciones y cada protagonista cumple su papel. Lo peor que sucede en la Venezuela de Chávez no es Chávez, que podría ser pasajero, sino la ausencia de opositores eficaces y la conversión de la prensa en su enemigo. Esas distorsiones están convirtiendo en un caudillo autoritario a un presidente que fue elegido con métodos democráticos.
Después de hoy, es probable que sobrevivan en la política Cristina Kirchner, Elisa Carrió, Mauricio Macri y Daniel Scioli. Entre todos ellos, debe reconocerse en Scioli al único que no ha hecho del periodismo su adversario y que no sufre los estragos de la paranoia frente a la prensa. Su discurso político, monótono a veces, esquivó la agresión aun cuando tenía razones para agredir.
Aquellos cuatro dirigentes nacionales expresan, además, a una nueva generación de políticos. ¿Podría cambiar la política con ellos? ¿Podrían limpiarla de la maleza del odio y el rencor? ¿Están en condiciones de conquistar con un discurso de novedad y de ilusión a los argentinos peligrosamente desencantados de la política? Tendrán que empezar por tolerar, conscientes de que la tolerancia es siempre escasa porque siempre es difícil practicarla.
Entrevista:O Estado inteligente
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Oportunidad para superar viejos rencores Por Joaquín Morales Solá
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