Por Joaquín Morales Solá
Si los encuestadores y los encuestados no han enloquecido, es probable que Cristina Kirchner se convierta el próximo domingo en la presidenta electa de la Argentina. Si se proyectaran los indecisos en la encuesta de Poliarquía que LA NACION publica hoy (proyección que la consultora no ha hecho), la candidata oficialista rondaría los 47 o los 48 puntos de intención de voto. Es un resultado muy parecido al de muchas otras mediciones, algunas contratadas por el Gobierno y otras no. Esos eventuales resultados eliminarían el ballottage y consagrarían la victoria de la senadora en la primera vuelta.
La suerte de Cristina Kirchner es producto de una fuerte división geográfica y social del país. Ni ella ni su esposo pudieron entrar nunca, por ejemplo, en la Capital Federal y en su zona de influencia, sobre todo en el norte de la provincia de Buenos Aires. Córdoba es otra colina que jamás consiguieron escalar.
Las clases medias de los grandes centros urbanos parecen cada vez más renuentes al discurso confrontativo del matrimonio presidencial. Ahí también se refugian, quizás, los sectores más antiperonistas de la sociedad argentina. Kirchner nombra poco y nada a Perón, pero imita, mal y tarde, los dejos populistas de su oratoria en escenografías donde la clase media no tiene protagonismo ni parlamento.
La fuerza electoral del kirchnerismo está en la bíblica Buenos Aires (tan monumental que agrupa a casi el 40 por ciento del electorado nacional) y en el norte del país, en todo lo que va, a lo ancho y a lo largo, desde Córdoba hacia arriba. La matemática electoral es clara: en esos lugares, el kirchnerismo compensa las desventuras que le deparan los sectores medios en los centros urbanos. Estos sectores son, a su vez, más conservadores para evaluar los modos de la política y los más afectados también por el azote de la inseguridad.
Sin embargo, cualquier evaluación electoral no podría prescindir de dos beneficios decisivos para el oficialismo: el crecimiento de la economía y el deslucido papel que cumplió la oposición. Kirchner deja muchas cosas inconclusas en la administración de la economía. Sólo hace unos meses comenzó a preocuparse por el default aún vigente con los principales Estados del mundo (que es lo que significa la deuda impaga con el Club de París) y, encima, ahora está sufriendo él mismo por los escombros en que convirtió el viejo y prestigioso Indec.
La economía, dice el Indec, está creciendo al ritmo del 9,2 por ciento. Debut y despedida de la información. La desocupación, asegura el Indec, está en un dígito por primera vez en casi una década. El informe queda mezclado entre otras insignificancias. Son las mezquinas indiferencias del periodismo, acusa la administración. Pero ¿cómo creerle a una institución que Guillermo Moreno usa como si fuera el atelier de un pintor? ¿Cómo, cuando funcionarios de carrera han sido tirados por la ventana y reemplazados por otros más dóciles? ¿Cómo, en última instancia, cuando la inflación del Indec contradice tanto la sensación social?
De todos modos, Kirchner presidió la Argentina en el período de crecimiento más sostenido del último medio siglo. La sociedad puede refutar el Indec, pero no su propia percepción. ¿En qué se cifra esa percepción? Ejemplo: la producción automotriz será un récord histórico este año, con unas 550.000 unidades. En el mejor momento de la convertibilidad, la producción anual de autos rozó las 500.000 unidades, pero nunca llegó a esa cifra. La compra de automóviles expresa también, según los expertos, cierta confianza del mercado en el progreso de la economía. El escepticismo social opta siempre, en cambio, por el vehículo viejo o por el transporte público.
Pudo ser mejor, sin duda. Sólo los disparates institucionales y el espanto de los inversores explican que la Argentina siga siendo el quinto país de América latina en recibir inversión extranjera. Según un reciente informe de una agencia de las Naciones Unidas, Brasil, México, Chile y Colombia estuvieron delante de la Argentina en la captación de capitales extranjeros. La Argentina está, además, muy cerca de empatar con Perú en ese ranking. Pero la Argentina es, al mismo tiempo, el país que más creció en los últimos cinco años de entre todos ellos. Los desalientos locales son políticos, definitivamente, y no económicos.
Las brumas de esa leyenda son indescifrables para vastos sectores sociales. Son cuestiones que quedan reducidas a la curiosidad intelectual de unos pocos. Fría, distante y hasta quejosa por momentos con el oficialismo, una mayoría social prefiere quedarse con la evidencia antes que arriesgarse adentrándose en tierra incógnita. La oposición ha hecho una campaña que parecía arrastrar, de antemano, una bandera vencida.
Se derrumba con los resultados actuales la hipótesis opositora, casi ingenuamente repetida, de que era mejor que hubiera muchos candidatos no oficialistas. Estos, decían ellos mismos, le comerían votos al kirchnerismo por izquierda y por derecha hasta obligarlo al ballottage; en la segunda vuelta, concluía la teoría, se unirían todos los opositores para derrotar en el combate final al poder reinante.
Un bello combate, en fin, que parece condenado a ser siempre una ficción. La experiencia electoral indicó siempre que estaban confundidos y que actuaban contra la historia y el sentido común. Las segundas vueltas sólo son posibles cuando una fuerte oferta opositora enfrenta la propuesta de un poder sólido y con inocultables signos vitales.
La política ha sido ganada por el hastío. La senadora Kirchner eligió un paseo por las tribunas y por el mundo y en todos lados careció de definiciones. Se limitó a dejar entrever que hará algunos cambios, pero que su gobierno será parecido al de su esposo en sus trazos esenciales. Punto. El resto fue una buena tarea de marketing que en la Argentina sólo permite el control del poder. No puede ser casual que los que más gastaron en la campaña electoral hayan sido los candidatos que cuentan con el Estado y sus recursos: Cristina Kirchner, Sobisch y Rodríguez Saá, gobernadores estos últimos.
En la polvareda de la campaña chocaron el empacho y la anorexia de recursos en medidas parecidas. ¿Carrió, Lavagna y López Murphy son sólo víctimas de esas carencias? Ellos también se equivocaron y sus errores se notaron más, porque no tienen los velos que cubren las vanidades del poder. Carrió fue la más creativa de todos los candidatos opositores (tiene el poder en la sangre, diga lo que diga), pero terminó zigzagueando con demasiada frecuencia.
Lavagna está finalizando su campaña peleándose con los diarios y con los encuestadores, que es la mejor manera de perder el tiempo. Es un calco más elegante y más intelectual de las rabietas mediáticas del Kirchner que se peleaba con los periodistas. Rodríguez Saá es quien le hizo daño a Lavagna, porque lo despojó de eventuales votantes peronistas, como Carrió le hizo daño a López Murphy porque lo desplumó de simpatizantes. Rodríguez Saá se lanzó para desarticular a los Kirchner con su campaña paleoperonista, pero sólo revolvió, hasta ahora, entre votos opositores.
Es extraño, pero resulta ser Kirchner, en medio de tales abundancias, el político que más se manifiesta víctima de persecuciones y acosos. Tiene, también, ese gusto por la tragedia que tan bien les sienta a algunos sectores de la sociedad argentina.