Por Mariano Grondona
En las naciones golpeadas por sucesivas frustraciones, la discusión pública deja un día de buscar el éxito para buscar a los causantes del fracaso. En el primer caso la imaginación, volcada al futuro, diseña proyectos. En el segundo caso no predomina la imaginación, sino la memoria, cuyo cometido ya no es crear oportunidades sino encontrar culpables. El país no mira entonces al futuro sino al pasado. Cae en el vicio del retrospectivismo .
Ortega y Gasset definió a la nación como "un proyecto sugestivo de vida en común". Las Bases, de Alberdi, escritas en el umbral de la Constitución de 1853, les ofrecieron a los argentinos, que estaban saliendo de 40 años de guerra civil, un proyecto sugestivo de vida en común.
Durante casi 80 años, la Argentina gozó desde entonces de un proceso de desarrollo económico impar que la elevó del fondo del pozo de América latina al cuadro de honor de los diez países del mundo con más elevado ingreso por habitante durante las tres primeras décadas del siglo XX, un ingreso mayor que el de toda América latina reunida, que complementó además la reforma electoral de 1912, mediante la cual dejó de ser una república aristocrática para convertirse en una república democrática.
Sin embargo, los conservadores y los radicales, que fueron los dos partidos predominantes de aquella época, se detestaron. Esto resultó notable porque en el resto del mundo desarrollado y también en algunos países latinoamericanos los dos partidos predominantes, con diversos nombres de conservadores, liberales o socialdemócratas igual que los nuestros, han conseguido arribar finalmente, no sin vicisitudes a veces trágicas, a la amplia playa de la tolerancia que hoy sustenta su envidiable desarrollo político y económico.
Entre nosotros, en cambio, la intolerancia resultó la vencedora hasta lograr, en 1930, nuestra fractura institucional, una fractura que aún hoy, a casi ochenta años de distancia, no hemos logrado superar. Con el golpe de Estado de 1930 los argentinos terminaron de abrir la caja de Pandora del odio recíproco, de la discordia. Desde ese momento, la Argentina empezó a retroceder en el concierto de las naciones. Para un argentino, no hubo de ahí en más nada peor que algún otro argentino.
El "retrospectivismo"
Cuando a una nación la alienta una sucesión de éxitos, el método para prevalecer políticamente es ofrecerle nuevas metas. Cuando a una nación la agobia una sucesión de fracasos, un método de prevalecer políticamente es ofrecerle nuevos culpables. De 1930 en adelante, cuando la Argentina empezó a sumar frustraciones, también perfeccionó el arte de la demonización. Los conservadores y los militares de los años treinta cimentaron la fama de ineficiencia que hasta hoy afecta a los radicales. Pero éstos contribuyeron a demonizar los años treinta, a su vez, llamándolos "la década infame". En los años cuarenta y cincuenta se difundió la descalificación del peronismo en nombre de la libertad. Pero a la Revolución Libertadora de 1955 los peronistas la han llamado "la revolución fusiladora". Cuando el radicalismo de Frondizi atrajo abundantes inversiones extranjeras, se lo culpó por la "desnacionalización". Los militares de los años 70, que proclamaron la lucha contra la subversión castrista, ahora son "los represores" y su década, "la dictadura". La larga lista de los epítetos podría continuar.
Lo que interesa subrayar aquí, sin embargo, no es el epíteto particular que dominó a cada ciclo político, sino el rasgo general que caracterizó a todos ellos: el retrospectivismo. Cada ciclo no basó su éxito político en un nuevo proyecto sino en una nueva demonización. Este es el vicio común que nos ha caracterizado durante la larga declinación argentina: el abuso de la memoria acusadora en desmedro de la capacidad de enhebrar, como lo hicieron los argentinos de hace 150 años, un proyecto de nación. Había, sin duda, cosas que corregir y superar en nuestra herencia. Pero en vez de bendecir un nuevo proyecto que viniera a perfeccionar el proyecto alberdiano, la ocupación dominante de los gobernantes argentinos fue maldecir al antecesor. Después de ocho décadas de progreso alucinante, hemos conocido otros ochenta años de maldiciones sucesivas. ¿No es ésta una cuenta suficiente para devolverle al futuro su escenario?
Esta pregunta aumenta su importancia precisamente por el crescendo que el ejercicio de la demonización ha venido experimentando en los últimos años. Como lo está corroborando desde hace 90 días mediante su conflicto con el campo, el kirchnerismo está convirtiendo la demonización en un deporte extremo. ¿Cuáles son en todo caso las culpas del campo? Una, que le ha opuesto el pecho al autoritarismo kirchnerista como nadie se había atrevido a hacerlo hasta ahora. Pero el campo ha cometido otra culpa aún más grave que la de aquellos otros a quienes también detesta el kirchnerismo. Al campo le ha ido bien.
¿Fallido o abusivo?
Algunos observadores internacionales han estado usando dos expresiones para descalificar a los Estados disfuncionales. A algunos de ellos, como Irán, Cuba y Corea del Norte, los consideran "Estados abusivos" ( rogue states ) por violar a sus anchas el derecho internacional. A otros los llaman en cambio "Estados fallidos" ( failed states) por no asegurar ni siquiera el orden interno. Naciones como Haití y Afganistán, por ejemplo, bordean peligrosamente esta calificación.
Estas observaciones negativas, ¿podrían acercarse de algún modo a la situación actual de la Argentina? En cuanto al concepto de "Estado fallido", ya desde el derrumbe de Alfonsín y todavía más desde el de De la Rúa, quedó la impresión de que los cimientos de nuestro Estado están flotando sobre un terreno barroso, inestable. Los asaltos a los supermercados, los piquetes, los cacerolazos, los "escraches", los cortes de rutas, las corridas bancarias, la consigna "que se vayan todos" afloran con frecuencia en situaciones diversas que tienen en común, empero, algo así como el sitio de un Estado impotente por parte de una sociedad en estado de aguda disconformidad.
Algunos críticos suman a estos signos alarmantes otros que ya no afectan directamente al Estado desde fuera de él, pero que provienen de él, como el control absoluto de los poderes de la Constitución desde el círculo que rodea a la presidencia, prácticas frecuentemente reñidas con la moral pública y la violación de la división de los poderes. Los constitucionalistas coinciden en que la ya famosa resolución 125 que cambió el nivel y el método de las retenciones es abiertamente inconstitucional. El juez de la Corte Eugenio Zaffaroni ha llegado a reconocer, por ejemplo, que ellas plantean "un problema jurídico". Si la Suprema Corte se anima a definir su inconstitucionalidad, ¿no bastaría este pronunciamiento para resolver de cuajo el conflicto entre el Gobierno y el campo?
En un momento en que el poder y la moral del Gobierno bordean las graves calificaciones que alcanzan a los Estados "fallidos" y "abusivos", ¿no sería importante que la Suprema Corte decidiera que también ella encabeza un poder del Estado?