Entrevista:O Estado inteligente

domingo, junho 22, 2008

La polémica entre Cristina y los caceroleros Por Mariano Grondona

Estamos ante dos debates. Mañana, en el Congreso, comenzará el debate sobre la resolución 125, que dictó el 11 de marzo último el ministro Lousteau. Esta desencadenó el largo conflicto entre el Gobierno y el campo. Según las encuestas, el 90 por ciento de los argentinos espera que este debate desemboque en un verdadero diálogo (del griego diálogos , "razonamiento entre varios") entre el Gobierno, el peronismo no kirchnerista, la oposición y el campo, del cual resulte un consenso sobre el futuro de la política agropecuaria.

Pero este debate con posibilidades de diálogo no hubiera sido posible sin la polémica que lo precedió en el curso de esta semana entre la Presidenta y los autores de los cacerolazos, los caceroleros . A la inversa de la palabra diálogo, la palabra polémica , que viene del griego pólemos, "guerra", alude a una guerra que, en vez de emplear armas, usa palabras. Lo que hubo el lunes último, cuando miles y miles de argentinos golpearon sus cacerolas a lo largo y lo ancho del país, no fueron palabras sino "ruidos", pero ruidos cargados de significación.

¿Qué decían, sin decirlo, los cacerolazos? Que sus autores no estaban conformes con la manera como Cristina Kirchner estaba encarando el conflicto con el campo. Y, desde el momento en que muchos de ellos no eran rurales sino urbanos, que tampoco estaban conformes con las maneras de la Presidenta, con su estilo en general. Es imposible no ligar esta interpretación con el hecho de que, de enero a esta parte, Cristina Kirchner ha visto disminuir su índice de aprobación popular del 56 al 20 por ciento. Originado en la crisis del campo, su derrumbe en las encuestas va claramente más allá del campo.

Quizá Cristina no había percibido hasta el lunes que uno de los factores de su rápido desgaste no consiste tanto en el conflicto que han provocado sus medidas de gobierno como en su arrogancia discursiva al defenderlas. Quizás empezó a percibirlo el martes último cuando, hablando por segunda vez en la serie de tres discursos por cadena nacional que dio esta semana, decidió apelar a un Congreso súbitamente convertido en tabla de salvación.

Sería un error, sin embargo, suponer que los encuestados y los caceroleros están pidiendo un paso al costado de Cristina. Lo que están pidiendo no es cambiarla sino que cambie. Porque, si ya había perdido a las clases medias urbanas que no la votaron en octubre de 2007, ahora está perdiendo a clases medias rurales que sí la votaron. Si no cambia cuanto antes, sólo le quedará el distraído apoyo de las masas cautivas que viajan en los camiones del Gobierno hacia los gélidos actos oficiales.

La valla ideológica

¿Podrán cambiar cuanto antes, entonces, Cristina y Néstor? La valla que deberían superar para lograrlo es ideológica.

A la ideología que aún se interpone entre los Kirchner y la realidad de un país bien distinto del que concibieron cuando jóvenes en los años setenta podríamos llamarla neomontonera. Ella se advierte sobre todo en aquellos pasajes del discurso presidencial en los que su autora procura mostrarse amable frente a los que no piensan como ella. Es que todavía, por detrás de este gesto quizá sincero, late una ideología que condena todo lo que el país logró antes de 2003.

Esta visión claramente minoritaria, que no expresa ni el verdadero cauce del peronismo, salta a la vista cada vez que la Presidenta revive su concepción de la historia. Cuando rememoraba esta semana los días aciagos del golpe militar del 16 de junio de 1955, Cristina elevó al atril de la cadena oficial a una sobreviviente de esos días crueles, en lo cual sobresalía el intento de "correr hacia atrás" el origen de los males argentinos, desde los años 70 hasta los 50. En otro pasaje, Cristina procuró descalificar además no ya los años 50 sino nada menos que a la Argentina del Centenario, cuando el país llegó a estar séptimo en el mundo en ingreso económico por habitante, proponiendo en su lugar a la Argentina del Bicentenario, que ella pretende encarnar.

¿Es forzoso reconocer entonces que los Kirchner piensan que no sólo los 70 y los 50, sino también los años 10 contemplaron no ya el brillo sino la degradación de una Argentina que ellos habrían venido a remediar? Cristina dijo hace poco que el suyo y el de su marido son los únicos "buenos gobiernos" que hemos tenido en 200 años. Por esta ruta, no faltaría mucho antes de que también emprendieran contra la Campaña del Desierto, contra Roca y el perito Moreno, que nos dieron la Patagonia y donde está Santa Cruz, que hoy sería chilena.

¿Es la conclusión de este análisis que los Kirchner detestan incluso "todo" el pasado argentino, con sus miserias pero también con sus glorias, nada más que por haberse desarrollado antes que ellos?

A la inversa de muchos montoneros, que se han reintegrado felizmente a la democracia argentina, los "neomontoneros" son aquellos para quienes, si para Clausewitz "la guerra es la continuación de la política por otros medios", la política argentina "es la continuación de la guerra de los 70 por otros medios". ¿Es posible concebir, a partir de aquí, un futuro que nos abrace a todos?

El otro modelo

Si los Kirchner han de cambiar frente a la crisis que se ha desatado ahora, también sería necesario recordarles que, ya no mirando al pasado sino al futuro, la fórmula de la "redistribución" que la Presidenta propone para eliminar la vergonzosa pobreza que aún nos aqueja no es la que ha seguido ninguno de los países desarrollados.

El modelo del populismo que los Kirchner alaban para eliminar la pobreza es disminuir en todo o en parte la rentabilidad de aquellos a los que les va bien, para asignársela a los que les va mal.

Dejemos de lado lo que tiene de falso este argumento en un país donde el Estado y sus amigos concentran por derecha o por izquierda los recursos. Supongamos, en cambio, que un gobierno honesto distribuyera efectivamente entre los que menos ganan lo que ganan los demás. Esta línea de acción aliviaría sin duda en algo a los pobres, por ejemplo, con hospitales, pero desalentaría en cambio a los más eficaces empujándolos hacia otros países más prometedores.

La otra fórmula, la que está trayendo el desarrollo hasta al lado de nuestras fronteras, es respetar el derecho de propiedad de los que ganan a cambio de una justa y previsible presión tributaria para que, alentados por la seguridad jurídica de un país previsible, reinviertan su sobrante en ese mismo país donde lo han obtenido. Esta, la previsible reinversión de los que ganan, sería en tal caso la palanca principal de donde provendrían nuevas y más satisfactorias fuentes de trabajo con destino a los que todavía corren detrás. Es por esta única vía que crecieron los países desarrollados donde la pobreza, hoy, es sólo un mal recuerdo. Este es el "otro modelo" por donde se han enriquecido los pobres y los pueblos.

¿Se hará evidente al fin que estimular de un lado las inversiones de los que ganan y desarmar del otro las furias del pasado es el camino venturoso al que estamos llamados? ¿Se hará evidente, incluso, para los Kirchner? Si así fuera, la convocatoria al debate de este lunes en el Congreso podría anticipar no sólo una forma de salir del paso, sino un giro venturoso de nuestro destino.

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