Entrevista:O Estado inteligente

domingo, maio 04, 2008

Mariano Grondona

"Distribucionismo": el enemigo de la distribución

En el curso de su polémica con el campo, los Kirchner les han pedido una y otra vez a los productores rurales que resignaran su "extraordinaria rentabilidad" en solidaridad con los que menos tienen.

Imaginemos por un momento que, movida por esta exhortación a la que supondría sincera, la gente del campo renunciara de aquí en adelante a toda rentabilidad o que llegara incluso a devolver lo que ha ganado en estos últimos años, para mejorar la suerte de los pobres en el Gran Buenos Aires y otras zonas marginales. La gente del campo ganaría, por lo pronto, el cielo. Pero ¿hasta qué punto su generosidad redundaría, además, en la mejor calidad de vida de los argentinos que están peor?

La premisa sobre la cual se apoya la exhortación de los Kirchner es que en la Argentina ya hay bastante riqueza acumulada como para empezar a repartirla prioritariamente. Esta premisa es insostenible. Según los datos más recientes del Banco Mundial, el producto anual por habitante de nuestro país es de 5300 dólares. Si se tiene en cuenta que el producto anual promedio de las veinte naciones más desarrolladas es de 37.000 dólares, desde los 67.000 de Noruega hasta los 28.000 de España y los 18.000 de Corea, lo que resulta de estos datos es que a la Argentina no le sobran sino que le faltan recursos y que globalmente no es un país rico sino un país pobre .

Aun en el nivel de sus altísimos ingresos, ninguno de los países desarrollados ha detenido su crecimiento para distribuirlo de un golpe en vez de continuar acumulando. Dedican, eso sí, parte de lo que acumulan a distribuir, pero sin que la prioridad de la distribución enerve el proceso de las inversiones, de la acumulación incesante, a la que deben su desarrollo. Si el criterio de distribuir sólo en la medida en que no se detenga el desarrollo impera en los países más ricos, dado el modesto nivel de nuestro producto por habitante sólo mentes poseídas por una fantasía ideológica podrían proponer en nuestro caso el reparto inmediato de las rentas.

Conservadores y populistas

Ni aun los países pobres como el nuestro debieran descuidar, por cierto, una tasa lo más amplia posible de distribución en favor de los que menos tienen, pero a sabiendas de que la premisa de este deseable beneficio social es que la Argentina aumente simultáneamente su producto por habitante, lo cual no sería posible sin un enérgico proceso de inversiones que la fuera acercando paulatinamente al nivel de los países desarrollados.

No somos, entonces, un país rico, desarrollado, al que sólo le falta distribuir de inmediato lo que ya acumuló, sino un país pobre, subdesarrollado, al que le falta aumentar decisivamente su producto bruto por habitante, reemplazando su alfajor por una torta, para apurar el día en el que, al igual que en los países de punta, los pobres sean cada día menos numerosos entre nosotros.

Nos bordean aquí dos precipicios en los cuales ya hemos caído. En los años treinta el producto por habitante de la Argentina todavía coincidía con el de los países avanzados. Pero los conservadores se habían olvidado de los argentinos que esperaban del otro lado del Riachuelo. A rescatarlos vino entonces el coronel Perón a partir del 17 de octubre de 1945. El problema fue que, en nombre de la distribución que habían olvidado los conservadores, los populistas cayeron en el extremo opuesto de una distribución sin desarrollo. El alfajor, de ahí en más, se distribuyó mejor. La torta, en cambio, nunca se amasó. El problema era entonces crecer y repartir simultáneamente , sin que las banderas igualmente legítimas de la inversión y la distribución se anularan una a la otra. He aquí el dilema que, hasta nuestros días, no hemos conseguido resolver.

¿Hay acaso una diagonal para superarlo? Sí, la hay. Cuando en el país se advierte que un sector está creciendo por delante de los demás, como le había pasado hasta el actual conflicto al campo, la solución no es castigarlo para que se alinee con los sectores más pobres sino estimularlo para que, llevado por la conciencia de que la seguridad jurídica respetará sus derechos, este sector en cierta forma privilegiado se entusiasme en dirección de nuevas inversiones y más desarrollo, a los que podría acompañar un esquema tributario sensato, federal, que redireccionara en favor de los sectores desfavorecidos una distribución equitativa, de modo tal que, en un país extraordinariamente beneficiado, por ejemplo, con la soja, todos, productores y consumidores, supieran que al lado del lema del desarrollo económico también reinaría una atención creciente a la justicia social. Justos y al mismo tiempo desarrollados. Esta ha sido la fórmula de los países de punta. Una fórmula que todavía no hemos forjado.

¿Y el Estado?

El equilibrio entre el desarrollo y la distribución en ninguna parte se ha logrado fácilmente. Si en nuestro país compitieran democráticamente liberales y socialdemócratas, como lo hacen en la mayoría de los países verdaderamente progresistas tanto en el norte y en el sur de América como en Europa, mientras aquellos enfatizarían el desarrollo, éstos acentuarían la justicia social. Reemplazándose alternativamente unos a otros en el poder en función del cambiante humor de los votantes, la resultante de sus tensiones sería el sistema mixto que hoy exhiben todos los países modernos. ¿Es éste, acaso, el argumento de nuestra vida política? ¿O entre nosotros domina en cambio otro argumento, el de un sistema que no se autoproclama "desarrollista" o "distribuidor" sino distribucionista?

Ante los acuciantes dardos de la pobreza, hasta sería natural que en América latina predominara la socialdemocracia. Así ocurre, por ejemplo, en países como Brasil, Chile, Uruguay y, ahora, Paraguay. Pero en nuestra región también existen países como Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua y la Argentina, donde no impera una auténtica socialdemocracia sino un estatismo concentrador, aunque disfrazado de distribuidor.

Pero, a la inversa de una legítima distribución que acompañe al desarrollo sin enervarlo, lo que rige en los países chavistas es una ideología que, mientras pretende encandilar a las masas con el engañoso resplandor del distribucionismo, concentra el poder económico y político en unas pocas personas que, tanto desde el poder como en el círculo estrecho de los amigos del poder, entona como el tero el canto de la justicia para poner sus huevos en el oculto nido de la corrupción.

El distribucionismo se convierte de este modo en una ideología ampliamente difundida desde el Estado mediante la cual una concentración cada día más acentuada beneficia a unos pocos, desmintiendo en los hechos lo que proclaman las palabras. No nos abruma, entonces, una pretendida socialdemocracia sino el abuso de los ricos clandestinos, que hablan en nombre de los que no tienen palabras sino necesidades insatisfechas. Al hablar en nombre de los pobres y actuar en el fondo contra ellos, engrosando su número con los que van cayendo uno tras otro de una clase media rural o urbana cada día más ignorada que ha dejado de votar al Gobierno, el distribucionismo no sólo es distinto de la distribución. Se está convirtiendo, al contrario, en su principal enemigo.

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