El nuevo default, o la devaluación de la palabra
La devaluación cambiaria de Duhalde inició un proceso de intensa recuperación económica que, con un crecimiento anual promedio superior al 8 por ciento, nos ha devuelto a la fecha de hoy el mismo producto bruto que teníamos en 1998, antes de la crisis. Apoyándose sobre este espectacular "rebote" de la actividad económica y sobre el amplio superávit fiscal que le brindaba, el presidente Kirchner se dedicó entonces a monopolizar el poder político a partir de 2003 como nadie lo había intentado desde la recuperación de la democracia en 1983.
Urgido por la crisis, el presidente Rodríguez Saá había declarado por su parte el default internacional, el no pago de nuestra deuda externa, lanzando así una medida que, si suscitó en su momento un agudo malestar, hoy, con la perspectiva que da el tiempo, reconocemos como inevitable.
Ahora, cuando la presidenta Kirchner ha cumplido sólo cinco meses de mandato, se proyecta sobre el país un nuevo default más sutil que el de seis años atrás pero igualmente grave porque ha llevado no ya a la devaluación de la moneda sino a la devaluación de la palabra. Amplios sectores de la sociedad han dejado de creerle al Gobierno. He aquí una crisis que ya no es financiera sino moral.
Los dichos y los hechos
Según la famosa fábula del pastor mentiroso, éste alarmaba a los demás pastores con el grito "¡viene el lobo!" para precipitarlos en su ayuda hasta que, al comprobar que había mentido reiteradamente, sus compañeros dejaron de creerle. Acosado por el descrédito que él mismo había sembrado, el pastor mentiroso sufrió al fin el castigo de sus desvíos cuando el lobo vino de veras porque en esta ocasión los demás pastores ya no lo auxiliaron y su majada sucumbió. Todos aprendimos desde chicos la moraleja de esta historia: que el que abusa de la buena fe de los demás termina aislado y que la mentira sólo logra una mezquina ventaja de corto plazo a cambio de un temible mal de largo plazo cuya causa es la devaluación de la palabra.
El contraste entre los dichos y los hechos se manifestó no bien comenzada la segunda presidencia de los Kirchner porque, después de haber lanzado el eslogan electoral de que "el cambio recién empieza", la nueva presidenta prolongó hasta en los más pequeños detalles la línea de su antecesor. Muchos habían votado por ella, sin embargo, por creer en ese eslogan que prometía más moderación, más diálogo con otros gobiernos y con los inversores, una promesa cuyo incumplimiento ha venido a agravar aún más nuestra relación con el mundo, cuyos representantes públicos y privados evitan cuidadosamente pisar Buenos Aires.
Algunas mentiras de la primera presidencia también continuaron. Este fue el caso de las cifras del Indec, que casi nadie creyó ni antes ni después del advenimiento de Cristina. Quizá falsificar las cifras de la inflación le sirvió en el comienzo al Gobierno, pero más tarde la contradicción entre lo que el pueblo pagaba en los supermercados y lo que el Indec proclamaba probó ser insostenible. Esta alteración de los informes oficiales, que sigue por la misma línea con la supuestamente "nueva" metodología del Indec, también salió al fin a la luz en otros planos como el de la supuesta disminución de la pobreza, ya que ahora se sabe que en los últimos tiempos, lejos de seguir bajando como lo había hecho durante la presidencia de Néstor Kirchner, la pobreza ha vuelto a aumentar, del 27 al 30 por ciento, según serios informes privados. El ocultamiento de las encuestas de opinión que ya no favorecen al Gobierno vino a chocar además con lo que reconocen en voz baja los propios encuestadores oficiales: que estamos en presencia de una caída vertical de la popularidad de la presidenta.
Estos y otros ejemplos podrían multiplicarse, pero basta con añadir aquí que la mayor distorsión de todas quedó en evidencia en la crisis del campo, cuando ya no se pudo disimular que Néstor Kirchner continúa siendo, aun sin el cargo, el verdadero presidente cuya decisiva gravitación ya es imposible ocultar. Es como si Kirchner, por detrás de las bambalinas, siguiera manejando a su antojo los hilos del poder. Sus colaboradores se asemejan cada día más a los títeres de un gran titiritero, aunque esta vez, por haberse iluminado de golpe la escena, se perciben los hilos de la gran comedia. Mientras se procuraba tapar su verdadera naturaleza, todavía podía pensarse que los títeres no eran tales, pero ahora los hilos que los mueven han quedado a plena luz, agravando el descreimiento de los argentinos.
La agonía de la palabra
En un poema admirable titulado "La palabra", que Heidegger reprodujo en su ensayo sobre La naturaleza del lenguaje , Stephan George, después de narrar que cada vez que lo visitaba la inspiración un hada le procuraba la palabra exacta para expresarla, también recordó que un aciago día el hada no encontró la palabra que él buscaba. "Entonces comprobé con tristeza -termina diciendo el poema- que allí donde la palabra se ausenta, nada queda. "
Entendida como el vehículo insustituible de la verdad, la palabra se ausentó de las relaciones entre el Gobierno y el campo. Una y otra vez, los pacientes representantes de las entidades rurales mantuvieron largas reuniones con Alberto Fernández y otros voceros oficiales para descubrir con asombro que en la siguiente reunión éstos negaban lo que habían dicho en la reunión anterior.
Entre la gente del campo y la gente de la ciudad media, por lo pronto, una distancia cultural. Cuando se puso a estudiar los instintos básicos del ser humano, el gran sociólogo Vilfredo Pareto destacó a dos por encima de todos: la persistencia de los agregados y el instinto de las combinaciones . Ligado a la tierra y a la palabra empeñada, el hombre de campo encarna la persistencia de los agregados. Hábil, movedizo, maleable, el hombre de la ciudad cultiva, en cambio, el instinto de las combinaciones. En el campo, la palabra vale más. En la ciudad, lo esencial es ubicarse.
Este contraste se acentúa al extremo cuando hablan un hombre de campo y un político. Mientras los ruralistas salían entonces de una reunión convencidos de que la palabra había sido dada, para los políticos que habían hablado con ellos, y sobre todo para el político que a todos comanda, la palabra empeñada era sólo un astuto disfraz destinado a ocultar lo que él quiere de veras: doblegar al campo, ponerlo de rodillas, para extender aún más el círculo de su dominación. Este constante ir y venir terminó por indignar al campo. Es que in-dignarse es la reacción natural de todo aquel a quien le desconocen su dignidad. A partir de este momento, ninguna de las historia que inventaba el pastor de la fábula convenció a los demás pastores, interponiéndose entre ellos un insalvable muro cultural. Si Kirchner llegara a cambiar de idea y decidiera en consecuencia hablar de veras con el campo, aún le quedaría por cumplir una difícil tarea: convencer a los demás pastores de que ha cambiado.