¿Hasta dónde llegará el poder del kirchnerismo?
Si entendemos por kirchnerismo la unión política entre Néstor y Cristina Kirchner, hay que admitir que no ha dejado de expandirse. En 2003, cuando Néstor arribó al poder presidencial, lo hizo desde una posición endeble. De un lado, le debía su victoria al padrinazgo de Eduardo Duhalde. Del otro, aun así su victoria fue estrecha, ya que sólo sumó el 23 por ciento de los votos.
Kirchner se propuso entonces "construir poder" desde su débil presidencia, con el argumento de que era necesario dotar de "gobernabilidad" a un país que había experimentado la anarquía y el caos dos años antes. Desde Maquiavelo se sabe que la construcción del poder del nuevo príncipe pasa muchas veces por la destrucción de su antecesor. En política, a menos que lo frenen severas restricciones morales, el ahijado suele traicionar al padrino. Kirchner lo hizo a expensas de Duhalde dentro y fuera de la provincia de Buenos Aires, borrando de paso del mapa lo que había quedado de Menem, el más poderoso de sus antecesores.
La "construcción del poder" de un presidente inicialmente débil, después de disciplinar a los caudillos menores del duhaldismo y el menemismo, fracturó también al radicalismo y al socialismo, dejando en el camino a la antigua Argentina de los partidos e incluyendo en el proceso al propio partido peronista, al que Kirchner proyecta controlar ahora después de haberlo mantenido cuatro años en estado de intervención.
Ya al comenzar 2007, podía decirse que Kirchner había recorrido un largo camino desde su precaria estación inicial. Pero, al nominar a su esposa como candidata a sucederlo, el Presidente vino a revelar que no nos gobierna un nuevo príncipe sino una nueva dinastía.
Con la designación de su esposa como una candidata que ya no triunfó con el 23 por ciento de los votos de 2003 sino con un 45 por ciento, Kirchner abrió una nueva perspectiva institucional porque el Presidente y su esposa ya no tendrán derecho a una sola reelección consecutiva sino que ambos, unidos por una alianza política y por un nexo conyugal, podrían gobernar indefinidamente con sólo reemplazarse uno al otro a lo largo de los años. En lugar del horizonte temporal de 4 años más 4 con una sola reelección consecutiva de los Estados Unidos o Brasil, o de 4, 5 o 6 años sin reelección consecutiva de México, Uruguay o Chile, se ha creado entre nosotros un horizonte electoral radicalmente diferente hasta constituir, en lugar de una presidencia republicana, una dinastía plebiscitaria sin fin a la vista. En la Argentina ha nacido un nuevo sistema político , que amenaza alinearse con las presidencias intemporales de Chávez en Venezuela, Correa en Ecuador y Morales en Bolivia. Hacia él se acercan peligrosamente la Colombia de Uribe y, quizá, la Nicaragua de Ortega. Fuera de él se alinean las presidencias republicanas "normales" de Brasil, Uruguay, Perú, Chile, Paraguay, los Estados Unidos y el resto de los países centroamericanos.
El nuevo sistema
Las repúblicas que han renunciado a las reelecciones consecutivas sin término son "normales" porque la imposición de un plazo a los presidentes no es un capricho de los constitucionalistas; responde, en cambio, a lo que enseña una experiencia centenaria: que, así se los fije constitucionalmente o no, los plazos existen por la más sencilla de las razones, porque tarde o temprano, la gente se cansa. Con Menem, se cansó a los diez años. Con De la Rúa, a los dos. Lo que procura la sabiduría republicana es un término medio entre estos dos extremos para evitar la conmoción que el genial Mirabeau llamó en plena Revolución Francesa "la subitaneidad del tránsito".
Conocedoras de que los caudillos son no sólo biológica sino también políticamente mortales, las constituciones republicanas le han fijado desde siempre un techo temporal a su ambición. No es por nada que la república más poderosa de todas, los Estados Unidos, se atiene puntualmente a la sabiduría del plazo desde su nacimiento, hace 220 años.
Cuando un caudillo pretende, en cambio, perforar los límites temporales de la prudencia republicana, lo que tiene que hacer enseguida es invadir el resto de los órganos del poder republicano, esos órganos nacidos detrás de la consigna de Montesquieu de que "el poder debe contener al poder", para que nadie lo obligue a someterse a un plazo. El kirchnerismo ya ha sometido al Congreso al legislar habitualmente mediante los decretos de necesidad y urgencia del Ejecutivo en lugar de las leyes, y al designar y remover a los jueces mediante el Consejo de la Magistratura, al que también controla. En el ámbito de nuestra república nominalmente federal, ha sometido a casi todas las provincias al hacerlas depender de un superávit nacional que el Gobierno distribuye a su arbitrio gracias a los "superpoderes" que le concedió el propio Congreso. Lejos de ser entonces un criterio de seriedad fiscal, el superávit se ha convertido en el látigo financiero por excelencia de las provincias y municipios. Cuando uno repasa la lista de todos estos poderes concentrados en el Poder Ejecutivo Nacional, es entonces cuando cae en la cuenta de que el kirchnerismo no aspira a ser un episodio sino un sistema.
Dos pronósticos
Si prolongáramos estas líneas de reflexión sin cambios en dirección del futuro, se abriría un horizonte similar a otros de nuestro inestable pasado. Como el intento de concentrar todo el poder por todo el tiempo que caracteriza a las repúblicas chavistas latinoamericanas responde al vicio de la hybris o "exceso" que ya conocieron los griegos, la ambición inmoderada de poder atraviesa necesariamente dos fases. En la primera, los caudillos habitados por la hybris se exacerban sin frenos hasta chocar, en la segunda fase, con la pared de esa máxima proveniente de la sabiduría republicana que nos advierte que, tarde o temprano, la gente se cansa. Pero, entonces, cuando se llega a este precipicio, la única manera de cambiar el signo político equivale a inaugurar los temibles tiempos de la inestabilidad.
¿Estamos condenados los argentinos a una serie como ésta del desenfreno inicial y la decadencia final del poder excesivo que desgraciadamente nos caracterizó más de una vez en el pasado? ¿O es posible todavía que el sistema kirchnerista, advirtiendo a tiempo la trampa en la que podría estar cayendo, se abra al diálogo republicano?
Esta es la esperanza que se difunde ahora, con la elección de Cristina Kirchner, una vez que ella ha dado signos incipientes de lo que, de reforzarse, sería un cambio en el sistema para inaugurar una era de normalidad republicana. Este es el deseo de todos aquellos que aman no sólo a las instituciones republicanas, sino también al desarrollo económico y social que ellas garantizan no por años sino por décadas. Para que esto sea factible debería crecer desde ahora en la oposición, en los medios de comunicación y dentro del propio oficialismo la idea de que, para que el dominio del kirchnerismo no se extienda hasta experimentar su propia hybris todos, cada uno desde su lugar, deberíamos concurrir a esta obra colosal de contención, como ya empezaron a hacerlo las clases medias urbanas en la elección del domingo, para salvar a los Kirchner de sí mismos y rescatar, de paso, a la república demorada.