Nunca se oyó decir a Kirchner o a Cristina que la eventual reforma debe hacerse cuanto antes, pero ambos (sobre todo el Presidente) suelen repetir que algún día habrá que cambiar la Constitución . Varios de esos puntos de vista no carecen de sentido común. El centro del problema no está en la evaluación de la última reforma, porque la porfía y el trapicheo del 94 quedaron demasiado expuestos en la Constitución. El conflicto radica en la inoportunidad de otro cambio de esa magnitud, en los enormes riesgos institucionales que conlleva y en la inexplicable insistencia de los gobernantes argentinos en modificar lo que no estorba.
Durante más de 50 años, desde 1930 hasta 1983, los políticos argentinos de cualquier linaje se envolvieron en la bandera de la Constitución para hacer frente a los recurrentes golpes militares. Sin embargo, la primera idea que les surgió siempre, cuando los militares volvieron a los cuarteles, fue la de cambiar la Constitución.
A todos les bastaron unos pocos años de bonanza económica y una elección ganada para tomárselas contra la Ley Fundamental del país. Perón hizo la reforma en 1949. Alfonsín la imaginó, sin concretarla, después de la victoria electoral de 1985 y de algunos éxitos económicos en la primera etapa de Juan Sourrouille. Menem pudo, por fin, cambiarla en 1994, en medio de la convertibilidad, eufórica y cavallista. Perón, Alfonsín y Menem soñaron o concretaron sistemas de reelecciones presidenciales consecutivas. Se parecieron a esas personas religiosas a las que lo que más les gusta de la religión es el pecado.
Ahora, Kirchner pone el acento de la objeción (del pensamiento de Cristina Kirchner al respecto se sabe poco y nada) en el sistema de elección de los presidentes. Fue una desmesura, dice, haber convertido el país en distrito único para elegir el jefe del Estado, porque eliminó el colegio electoral y le dio un poder político gigantesco a la gigantesca provincia de Buenos Aires. Acostumbra a impugnar también el regateo aritmético del 94 para instaurar el ballottage, que mató el espíritu del ballottage. El sentido del ballottage consiste en que debe haber segunda vuelta cuando ningún candidato saca el 50 por ciento de los votos en la primera vuelta. Menem bajó ese porcentaje al 40 por ciento, virtualmente, en su célebre toma y daca con Alfonsín.
Otro aspecto de la reforma del 94 que el oficialismo critica asiduamente es el que instaló un tercer senador por la minoría. Esto tiene ya menos explicación y bondad, porque la eliminación del tercer senador haría ahora del Senado, por ejemplo, una cámara casi monocolor, kirchnerista desde ya. Una tercera refutación a la última reforma se refiere al mandato constitucional, nunca cumplido, de elaborar una ley de coparticipación federal. Esa ley debe existir, para evitar que los gobernadores tengan que vivir mirando el humor del gobierno federal, pero es cierto que los constituyentes del 94 escribieron una cláusula con condiciones de imposible cumplimiento. Es, en síntesis, más fácil reformar la Constitución que aprobar una ley de coparticipación.
Los reformistas creen que la victoria da derechos. ¿Qué victoria? Una primera conclusión consiste en que el gobierno que supuestamente debería convocar a la reforma sacó sólo el 45 por ciento de los votos. Fue un triunfo amplio sobre la segunda candidata, pero eso no puede esconder que más del 50 por ciento de la sociedad votó por alternativas distintas de las de Cristina Kirchner. El oficialismo no tiene, además, los dos tercios del Senado (aunque ahí está cerca) ni de la Cámara de Diputados, indispensables para declarar la necesidad de la reforma.
La primera pregunta que los influyentes reformistas han pasado alegremente por alto consiste en saber qué grado de consenso necesitaría una reforma constitucional. La Constitución es el único contrato común de los argentinos y, por lo tanto, su cambio debería convocar la aprobación de amplios sectores políticos y sociales. Una mayoría forzada por el clientelismo y el dominio de los recursos del Estado sería un agravio al sistema político y a su reglamento fundamental.
Luego debería haber elecciones de constituyentes, que serían los que harían la reforma. Entramos entonces en otro pantano. Ninguna elección es segura nunca y menos aún cuando los viejos partidos políticos han dejado de existir y no aparecieron aún los nuevos.
Sin esas amarras, la sociedad se ha vuelto volátil y cambiante. Un mismo conjunto de ciudadanos votó con igual simpatía a Mauricio Macri y a Elisa Carrió en apenas tres meses. Esa misma sociedad convirtió en un lejano tercer candidato votado a Roberto Lavagna, una de las tres figuras más populares del país hace apenas dos años, y derrumbó el proyecto de López Murphy casi a la inexistencia, después de haberlo colocado al borde del ballottage hace cuatro años. ¿Qué sucedería si las elecciones de constituyentes condenaran a los Kirchner a la minoría?
Una segunda pregunta también frívolamente pasada por alto reside en saber qué problemas actuales, graves y preocupantes, impide resolver la actual Constitución. ¿La desbocada inseguridad es un problema de la Constitución o, acaso, es ella la culpable de los estragos de la inflación y de los manotazos al Indec? ¿Es la Constitución la que intimida a los inversores externos en la Argentina y la que obligó a otro acto de inseguridad jurídica con los productores agrícolas?
Sigamos: ¿la Constitución hizo del conflicto técnico con Uruguay una lamentable algarada política de matones de arrabal? ¿Fue ella, en última instancia, la que condenó al desaire y al maltrato al monarca más querido en América latina?
Ninguno de esos problemas los provocó la Constitución y ninguno lo resolverá su reforma. La Argentina ha vivido en los últimos años, prácticamente desde 2000, un período de crispación política que el actual presidente no atemperó. Ráfagas de rencor, y a veces de odio, son fácilmente perceptibles en sectores sociales enfrentados por las tragedias del pasado más que por las disputas del futuro. No puede existir, entonces, peor clima para cambiar la Constitución que las convulsiones emocionales del presente y la falta de curiosidad por el vacilante destino.
Reformistas y moderados cruzan sus versiones enfrentadas sobre lo que se teje en las covachas del poder. Los primeros aseguran que la reforma se emprenderá durante el próximo mandato. Son cosas que inventan los periodistas porque no tienen nada de que escribir , ironizan los moderados. Los periodistas inventan menos de lo que se cree y, de todos modos, ahora no les falta material para describir muchos conflictos en trámite. Sucede que los reformistas parecen salir cuando los moderados se van a dormir una siesta.