Entrevista:O Estado inteligente

domingo, agosto 24, 2008

Mariano Grondona

El caso insólito del templo sin columnas

Si la democracia es un templo cívico, entre el golpe militar de 1930 y la restauración democrática de 1983, la democracia argentina fue intermitente porque a veces regresaba y a veces se interrumpía. Es que, vacilante y quebradiza, era un templo sin cimientos. Durante medio siglo, los cimientos que le faltaban a la democracia argentina era la fe absoluta de la sociedad, del pueblo, en ella. Sin embargo, durante esos cincuenta y tres años hubo buenos gobiernos. ¿Cómo calificar de otro modo al cuatrienio de Arturo Frondizi entre 1958 y 1962, por ejemplo? Pero los cimientos del régimen democrático eran por entonces tan endebles que bastaba cualquier crisis, aunque fuera menor, para conmoverlos.

En el cuarto de siglo transcurrido de 1983 hasta hoy, ha pasado lo contrario. Hemos tenido peores gobiernos que el de Frondizi, que el de Illia o, incluso, que el del último Perón. ¿Cómo calificar sino el caótico final del gobierno de Alfonsín en 1989 o el de De la Rúa en 2001? Pero se hizo presente un nuevo elemento con el que antes no contábamos porque, aun en medio de esos graves disturbios y al parecer contra toda lógica, la fe del pueblo en la democracia se acentuó a un punto tal que el flagelo pertinaz del golpismo desapareció del horizonte. Contra la sospecha que pretendieron difundir los Kirchner durante el largo conflicto con el campo, el golpismo, como la poliomelitis, se ha extinguido. Aun en lo más hondo de nuestras crisis recientes, ni una sola voz se levantó contra la democracia. Como lo prueban reiteradamente las encuestas, la fe del pueblo argentino en el sistema político que hoy lo alberga es más sólida que nunca. Por fin tenemos cimientos.

Que la democracia de hoy ya no sea intermitente, empero, no quiere decir que sea suficiente. La buena señal es que el propio pueblo, en horas de desengaño, culpó a los políticos con frases como "que se vayan todos" pero, al hacerlo, lo que exigía no era el fin de la democracia sino al revés, que los políticos se pusieran a la altura de ella. Culpaba a los gerentes para salvar a la empresa que ellos no habían sabido gestionar.

Esta democracia en la que ahora el pueblo cree sin fisuras, sin embargo, aún no le ofrece el otro ingrediente que necesita. Ese ingrediente son los partidos políticos. Tenemos los cimientos, pero aún nos faltan las columnas del templo cívico de la democracia.

1912

Si recorremos el paisaje de las democracias estables de nuestro tiempo, todas ellas se constituyen en torno a la competencia entre dos partidos predominantes. Las democracias fallidas se constituyen, al contrario, en torno de liderazgos personalistas como el del venezolano Chávez o el ruso Putin. Las democracias exitosas de nuestro tiempo son bipartidarias o no son.

Formar la democracia a partir de la competencia y la rotación entre dos partidos principales fue la intención original del presidente Roque Sáenz Peña cuando impulsó en 1912 la ley que lleva su nombre. Antes de 1912, la Argentina era una república aristocrática. Con el voto secreto y universal que promovió Sáenz Peña, se convirtió en una república democrática. Pero no hay que olvidar que, al lado de este cambio fundamental, Sáenz Peña promovió también un nuevo sistema electoral, el de la lista incompleta, en virtud del cual al partido ganador le correspondían dos tercios de las bancas en juego, mientras que al segundo le correspondía el tercio restante.

A través del nuevo sistema electoral, la intención de Sáenz Peña era que en el país prevalecieran dos partidos, uno a cargo del gobierno y el otro a cargo de la oposición, en rotación pacífica entre ellos. Este régimen no era por otra parte caprichoso, puesto que apuntaba a reflejar en los colegios electorales y en los ámbitos legislativos una realidad subyacente: que el Partido Conservador del propio Sáenz Peña y la Unión Cívica Radical que había fundado Alem y continuaba Yrigoyen, competían en ese entonces por las preferencias de los argentinos.

Si hubiéramos continuado esta tendencia, una Argentina de conservadores y radicales sería todavía hoy como los Estados Unidos de demócratas y republicanos, como el Reino Unido de laboristas y conservadores, como la España de socialistas y populares, y como tantos otros países democráticos, una nación bipartidaria .

Pero esto no pudo ser por un vicio que aún no nos ha dejado: el vicio de la intolerancia . El golpe militar de 1930, que fue la caja de Pandora de nuestra discontinuidad democrática, proyectó el odio político entre los conservadores y los radicales. El nuevo bipartidisimo nacido en 1945, de peronistas y radicales, también bebió en la copa de la intolerancia. Como para un argentino no hubo nada peor que algún otro argentino tanto en 1930 como en 1945, el país se quedó sin el bipartidismo que hoy bendice a las democracias estables. La intención fundacional de Sáenz Peña hasta ahora no se ha cumplido.

2011

Si dos partidos que compitan entre ellos en medio de un clima tolerante son las columnas principales del templo democrático de nuestros días, ¿cuán lejos estamos hoy, todavía, del ideal que concibió Sáenz Peña hace casi un siglo?

Es difícil atribuirles este ideal a los Kirchner. Ellos se inscriben, más bien, en la fórmula chavista del personalismo. Pero su intención monopolizadora del poder, después de las derrotas ante el campo y en el Congreso, se halla hoy en franco retroceso. La trama central de la política argentina no deja de ser por eso menos acuciante. ¿Cómo haremos para intentar otra vez, más allá de los Kirchner, esa república bipartidaria y estable que hasta ahora no hemos conseguido?

Por lo pronto el peronismo, sin abandonar necesariamente su pretensión mayoritaria, tendría que dejar de ser un movimiento de límites imprecisos para volver a ser un partido institucionalmente organizado como lo fue en 1988, cuando celebró una elección interna ejemplar entre Menem y Cafiero. En 2003, al no poder organizar su vida interna, el peronismo dio lugar a tres candidatos presidenciales simultáneos, desordenando de cuajo nuestra vida partidaria. Hacia 2011, tendría que volver sobre sus pasos. En cuanto al radicalismo, con Cobos le ha surgido una nueva oportunidad. Ahora tiene un líder con potencial electoral. ¿Sabrá albergarlo en un fecundo clima de reconciliación interna?

Si el peronismo y el radicalismo se reordenaran como partidos institucionales de intensa vida interna, cabría preguntarse todavía por el lugar que deberían ocupar en el nuevo esquema democrático esas fuerzas vigorosas que han llegado a ser la Coalición Cívica, el Pro que predomina en la Capital y el socialismo que prevalece en Santa Fe. La suma de cinco partidos establecidos y competitivos sería finalmente excesiva en dirección del bipartidismo, pero el camino hacia la simplificación que anhelamos no será instantáneo. Habrá todavía un proceso incierto, engorroso, de luchas internas y de alianzas externas en busca de la nueva conformación política de la cual deberían surgir los liderazgos nacionales de los próximos años. Pero el premio, si lo conseguimos, valdrá la pena. Una Argentina democrática reconstituida en su ordenamiento político podría proveernos en 2011 con esas columnas del templo democrático que aún no nos amparan.

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