10 de agosto de 2008
Cuando Néstor Kirchner ungió a Cristina el año pasado para que lo sucediera en la presidencia, estaba en el cenit de su carrera. Al igual que Chávez, imaginó entonces un poder sin limitaciones temporales. Pero, a la inversa de Chávez, no cayó en la ingenuidad de proponérselo directamente al pueblo. Por hacerlo, Chávez perdió el referéndum de su postulación a la presidencia vitalicia porque lo único que unía a la fragmentada oposición venezolana era, precisamente, el "no" a su persona.
Más astuto, el presidente argentino buscó entonces el poder ilimitado en el tiempo mediante el mecanismo indirecto pero potencialmente incesante de la alternancia conyugal. Para ello, contaba con un recurso del que carece Chávez. Contaba con Cristina.
Como acaba de subrayarlo Eduardo Fidanza en LA NACION, desde el momento en que estamos habituados a analizar la ambición política como un fenómeno individual , no alcanzamos a discernir la lógica de una ambición binaria . Por eso Fidanza invita a leer el Macbeth de Shakespeare como una de aquellas raras narraciones en que la ambición política no se encarna en un individuo sino en una pareja, la del rey Macbeth y lady Macbeth, discurriendo a través de sus diálogos íntimos y herméticos.
Aún hoy hay quienes se empecinan en imaginar que, tarde o temprano, Cristina revelará albergar una ambición "individual", distinta de la de su marido. Si nos hallamos, empero, frente a una ambición "binaria" de poder, ese hipotético momento en que un nuevo kirchnerismo, el de Cristina, entraría en conflicto con el kirchnerismo inicial de su marido nunca llegará.
Aunque Cristina y Néstor guardaron al respecto un cuidadoso silencio, el hecho fue que la candidatura presidencial de ella después de la de él abrió sigilosamente a la pareja un horizonte de poder ilimitado en el tiempo. Desde el momento en que nuestra Constitución admite una sola reelección consecutiva, el intento de sus redactores de ponerle un freno republicano a la falta de límites del poder se vio frustrado en 2007 porque, a menos que los tribunales consideren que lo de Cristina fue en definitiva una reelección y no una elección, ella y su marido podrían sucederse uno al otro indefinidamente a lo largo del tiempo.
Ocho añosCuando le hice notar esta inquietante posibilidad a un amigo que ha seguido siéndolo pese a convertirse al kirchnerismo, su respuesta me hizo reflexionar. "No te olvides -me dijo- de que estamos en la Argentina. Sean cuales sean los más alambicados sueños de los poderosos, aquí nada dura demasiado." Y fue así como a las elaboradas elucubraciones que yo le planteaba a fines de 2007, y que quizá por entonces los propios Kirchner compartían, mi amigo las ahogó en el piletón del sentido común. Si el propio Menem, que batió todos los récords de duración consecutiva de nuestros presidentes constitucionales, no pasó de 10 años para hundirse verticalmente después, ¿cómo haría la pareja de los Kirchner para sumar 4, 8, 12, 16 o más años en pos de un sueño tan intenso como irreal en medio de la ciclotímica Argentina?
El hecho es que, a ocho meses de la inauguración de Cristina y de la conversación con mi escéptico amigo kirchnerista, ya nadie se pregunta sobre la perduración potencialmente indefinida de la pareja del poder, y se ponen en su lugar otras preguntas acuciantes. Después de perder rotundamente como perdió con el campo, las dudas que suscita la presidenta Kirchner son bien distintas. ¿Cómo hará para subsistir intacta hasta el fin de un mandato que recién ha comenzado? ¿Cómo logrará contener la súbita resurrección del Congreso? ¿Cómo hará para que renazcan de sus cenizas las encuestas otrora triunfantes? ¿No terminará librando otra batalla aún más peligrosa que la del campo con el vicepresidente Cobos, que ahora la triplica en popularidad?
Cuando dijo en la Exposición Rural que, si fuera necesario, el campo podría esperar hasta 2011, Luciano Miguens le puso fecha al súbito acortamiento del plazo de poder que ahora contemplan los Kirchner. Pero algunos piensan que hasta Miguens fue demasiado lejos en sus previsiones porque entre 2008 y 2011 median las escabrosas elecciones intermedias de 2009, en las cuales, si las tendencias de hoy se mantienen, los Kirchner podrían perder definitivamente el apoyo residual que aún pugnan por retener en el Congreso. Si a la derrota que ya sufrieron en las grandes ciudades en 2007 se sumara en 2009 el enojo del interior, ¿no experimentarán los Kirchner de ahí a 2011 la declinación de tantos otros presidentes terminales, los llamados patos rengos?
Todas estas preguntas aún sin respuesta podrían resumirse en la descripción del nuevo clima político que asoma en el país. Ya no el escenario de un poder kirchnerista potencialmente ilimitado que imperaba hasta marzo de este año, sino, en su reemplazo, la proyección de un nuevo escenario que ayer parecía remoto y que hoy ya no lo es: el escenario del poskirchnerismo.
El aterrizajeSi los Kirchner finalmente van a "aterrizar", la opción que tenemos por delante es que el suyo sea un aterrizaje suave o un aterrizaje de emergencia, como el que afectó a De la Rúa en 2001. Pero a este aterrizaje nadie quiere volver.
¿Cómo sería entonces un aterrizaje "suave" en 2011? Los Kirchner sólo podrían superarlo si cambiaran de estilo, aunque esto es improbable. Pero los aterrizajes suaves, que son la norma en las democracias estables cuando cambia el humor colectivo, sólo serían factibles entre nosotros si la oposición asumiera su ineludible responsabilidad institucional.
La manera como debería actuar la oposición de aquí a 2011 tendría que cumplir dos condiciones. La primera, vital en el corto plazo, armar un frente capaz de derrotar electoralmente al kirchnerismo a partir de 2009. La segunda, esencial en el largo plazo, lograr que de este cambio electoral surgiera el cambio institucional que el kirchnerismo nunca tuvo vocación de emprender: la gestación no ya de una, sino de dos formaciones políticas capaces de rivalizar y convivir entre ellas a partir de un básico consenso.
Una vez fijado el objetivo de dotar al país de dos fuerzas alternativas republicanas, competitivas y tolerantes, su realización debería comenzar con la reconciliación interna entre las variantes actuales del peronismo no kirchnerista, a las cuales podría sumarse el amplio sector del kirchnerismo rescatable, y entre las variantes del viejo radicalismo, al que hoy se le ofrece la amplia ventana de la reconciliación entre el "cobismo" y el radicalismo ortodoxo. A estas dos recomposiciones deberán agregarse la Coalición Cívica, el macrismo y el socialismo, que hoy también integran el abanico republicano, pero ya no para nuclearse en busca de un solitario dominio ni para disgregarse en una serie de muñones, sino en dirección de una república democrática bipartidaria, capaz de lograr mediante sus sucesivos y pacíficos reemplazos esa inmortalidad política y, por lo tanto, económica de la que ya gozan las democracias avanzadas de nuestro tiempo y a la que nunca podrían llegar los mesianismos unipersonales o bipersonales, como aquellos de los que ya hemos tenido una experiencia suficiente como para incluirlos en la larga lista de nuestros aprendizajes.