Una de las canciones que se difundieron en el curso del conflicto entre el campo y el Poder Ejecutivo se preguntaba: "¿Qué pasó, qué pasó?". La pregunta, angustiosa, parecía dirigirse al Poder Ejecutivo, como si los cantores del campo le preguntaran: "¿Qué nos has hecho?". Pero con el paso del tiempo se volvió cada día más evidente que, si algo radicalmente nuevo estaba pasando, no tenía que ver con la exacción que había imaginado el Poder Ejecutivo en tiempos de Lousteau -una exacción más, ¿cuán novedosa era?-, sino con la airada reacción del campo frente a ella. No era el Gobierno sino el campo el que estaba cambiando. El sentido profundo de la pregunta de los cantores del campo no era entonces "¿qué está pasando?", sino "¿qué nos está pasando?".
Porque lo que estaba pasando ya no concernía a la archiconocida voracidad fiscal del Poder Ejecutivo, sino a los productores, que, por primera vez, se movilizaban de a miles contra ella. Después de más de cinco meses de conflicto y con todo lo que pasó en su transcurso, caemos en la cuenta de que el campo, casi sin saberlo, ha iniciado una revolución.
Durante décadas, los argentinos hemos vivido en el interior de un modelo, de un paradigma, de una caverna ideológica que consistió en dividir la producción en tres sectores: el primario o rural, el secundario o industrial y el terciario o de servicios. Esta clasificación escondía una discriminación porque, al llamar "primaria" a la producción rural, lo que venía a decir sin decirlo es que ella era "primitiva": de bueyes y carretas. Esta discriminación caló tan hondo entre nosotros que pareció natural que el deber del campo fuera subsidiar a los demás sectores, proveyéndolos de alimentos baratos destinados a suplir los bajos salarios que las fábricas y la burocracia podían pagar. Bajos salarios en la ciudad, alimentos baratos desde el campo: ésta fue, por décadas, la supuesta fórmula del progreso argentino.
Pero dos formidables novedades han venido a alterar esta fórmula. De un lado, el campo ha evolucionado tecnológicamente de forma tal que sólo una mirada ideológicamente obnubilada puede sostener hoy que una sembradora directa, por ejemplo, es primaria o primitiva, y no una computadora sobre ruedas. El hecho es que nuestro campo se ha convertido hoy en un sector tecnológicamente revolucionario, a la par de grandes potencias agroindustriales.
Del otro lado, con el ascenso de China y la India al nivel de un alucinante progreso económico y social, la demanda de alimentos también ha elevado los precios agrícolas a alturas insospechadas. El campo, como consecuencia, ha pasado en pocos años de la retaguardia a la vanguardia tecnológica y económica del mundo.
Los chacarerosSi la estructura social del campo hubiera estado dominada todavía por la "oligarquía" de los estancieros a los que combatió el primer Perón, quizás ella habría absorbido sin chistar las nuevas exacciones del Estado invasor. Pero el súbito aumento de los precios agrícolas empujó al primer plano a una nueva clase, a una incipiente clase media de chacareros que abandonaban el páramo de los créditos bancarios impagables para encontrarse de la noche a la mañana con que, por primera vez, tenían un sobrante . Pintaron sus casas, cambiaron sus camionetas y sus tractores, inundaron los comercios y mandaron sus hijos a la universidad.
Fue precisamente en ese momento de euforia que el Poder Ejecutivo pretendió confiscar ese nuevo sobrante mediante el alza de las retenciones. Al hacerlo no advirtió que, si algo iban a resistir los chacareros, era el calamitoso regreso a la etapa anterior. Los chacareros sintieron que los querían hundir de nuevo en el pozo económico y social del que estaban saliendo. Lo mismo que los burgueses en la Revolución Francesa, decidieron sostener contra viento y marea su flamante condición. Fue entonces cuando surgieron uno, cientos, miles de De Angeli, cuya revolución social vino a integrarse a la revolución de la tecnología y de los precios. La nueva clase de los chacareros logró por ello algo que no habían logrado, ni siquiera pretendido, los antiguos estancieros: resistir con éxito al Estado depredador.
La rebelión chacarera se implantó finalmente en ámbitos que sólo en apariencia le eran ajenos. En las pequeñas ciudades del interior, los denostados pools de siembra sumaron una legión de pequeños inversores que incluían desde el médico hasta el escribano del pueblo. La rebelión de las chacras se amplió hasta convertirse en la rebelión del interior, con la otra vez flameante bandera del federalismo.
Como si esto fuera poco, la vasta ola de la resistencia al Estado fiscalista se extendió a las grandes ciudades. Primero, Rosario, después Buenos Aires, acogieron manifestaciones gigantescas que eclipsaron por completo el arcaico aparato clientelístico en el que todavía confiaban los Kirchner. Pero esa legión de los ciudadanos que también se movilizaban contra el Estado aprovechador, ¿eran, todavía, gente del campo? No, sorprendentemente eran ciudadanos sin hectáreas. Lo que había comenzado como una protesta sectorial terminó por convertirse así en un fenómeno nacional : la resistencia pacíficamente contundente de toda la sociedad a un Estado que cínicamente, en su propio nombre, la explotaba.
Cuando las retenciones llegaron finalmente al Congreso, donde el oficialismo tenía en los papeles una holgada mayoría, estalló la última sorpresa. Hace unos días aprendimos con asombro que hay agua en Marte. Mayor aún fue la sorpresa de los argentinos cuando, después de históricos debates y un conmovedor desempate vicepresidencial, descubrieron que hay vida en el Congreso.
Los ricos, ¿son más?Julio Bárbaro, un sagaz observador, al contemplar que los manifestantes de la Avenida del Libertador cuadruplicaban a los de la plaza del Congreso, se asombró con esta frase: "¿Cómo, ahora resulta que los ricos son más que los pobres?".
En cierto sentido, tenía razón. La ofensiva rural ha desplazado del imaginario colectivo de los argentinos la vetusta idea de que la que debe imperar es una oligarquía política y sindical que habla en nombre de los pobres para justificar la confiscación de los que ahora ven la posibilidad de enriquecerse. No es entonces que los ricos sean más. Los que quieren llegar a serlo, éstos son más. Para llegar a la riqueza, sólo aspiran a que los dejen progresar. Habrá que promover por mucho tiempo todavía la distribución a favor de los pobres, pero no para explotarlos en una red clientelística de la que nunca saldrán, sino para que puedan liberar sus sanas ambiciones.
El progreso de todos no se logrará arrebatándoles a los que empiezan a ganar el fruto de su trabajo, sino estimulándolos a ganar y a reinvertir en medio de una seguridad jurídica que respete sus logros.
Y éste es el paradigma que también está cambiando con la revolución de los chacareros, no sólo en lo tecnológico o en lo comercial, sino también en torno a la idea de que la Argentina no está llamada a un gran futuro agrario o industrial sino a un gran futuro agroindustrial , sin sectores supuestamente primarios o secundarios, en un país que ya no considere vergonzosa la proclama que en pleno siglo XIX Guizot lanzó a los franceses: "Enriqueceos".