política , como el desafío final capaz de poner a prueba la suerte de
una nación. Era en la secuencia incesante de los enfrentamientos
armados, en efecto, donde nacían y morían los imperios.
En un tiempo tan lejano como los comienzos del siglo V antes de
Cristo, los griegos resistieron victoriosamente al imperio persa en
las Guerras Médicas. Con ellas comenzó la historia de Occidente, una
trayectoria que Hegel interpretó en sus Lecciones de filosofía de la
historia como la marcha ascendente de la libertad. Después de
incontables guerras y batallas, la larga lucha de Occidente culminó a
fines del siglo XX, más precisamente en 1989-1991, cuando Estados
Unidos y sus aliados doblegaron al totalitarismo soviético, poniendo
fin a la Guerra Fría. Si pensamos en San Martín y en Urquiza, nuestra
propia historia avanzó a través de las confrontaciones militares que
los tuvieron por protagonistas, gracias a las cuales los argentinos
conseguimos primero la independencia y después la Constitución de
1853, la Constitución de la libertad.
También durante milenios, por eso, se había dado por seguro que cada
generación tendría su guerra. De ahí que en gran parte de su
desarrollo tanto la historia de Ocidente como la historia de la
Argentina bicentenaria hayan tenido un perfil épico. Pero hechas de
gloria y de sangre, y pese a estar acompañadas por las "muertes
militares" que cantó Borges, las guerras fueron agotando a la
humanidad porque siempre traían consigo, como subrayó Churchill,
"sangre, sudor y lágrimas". Dos colosales novedades vinieron a regar
entonces la verde planta del pacifismo. Una de ellas, la fatiga de
grandes naciones guerreras como Francia, Alemania y Japón. Los
franceses experimentaron el inmenso costo humano de la guerra en las
crueles trincheras de la Primera Guerra Mundial. Los alemanes y los
japoneses dejaron de ser guerreros para convertirse en comerciantes a
consecuencia de los terribles estragos de la Segunda Guerra Mundial.
Sólo los norteamericanos, los ingleses y los israelíes conservan hoy
en Occidente, éstos urgidos por el cerco que los ahoga, el antiguo
espíritu bélico. Pero ellos ya no resultan la regla sino la excepción
si también se tiene en cuenta que nuestra América latina abandonó,
desde la cruenta guerra del Paraguay en la segunda mitad del siglo
XIX, el masivo recurso a las armas.
Al influjo de esta memoria colectiva de nuestra civilización vino a
sumarse el negro vaticinio que trajo consigo la amenaza nuclear,
cuando por más de cuarenta años la subsistencia de la humanidad
dependió de que alguien estuviera tan asustado o fuera tan
irresponsable como para apretar el botón del Apocalipsis. Pero en tren
de superar esta dramática instancia, al borde ya del pacifismo por sus
recuerdos y por sus temores, ¿adónde volcarían los seres humanos los
cuantiosos excedentes de testosterona que aún los siguen apremiando?
Un impensado protagonista ha aparecido al lado de esta pregunta
crucial: nada menos que en el deporte.
El grito que nos une
Los griegos, que nos han enseñado tantas cosas desde el teatro hasta
la filosofía, también despertaron en Occidente el horror a la guerra y
por eso cada cuatro años celebraban los Juegos Olímpicos, en cuyo
transcurso competían en vez de matarse. Pero esta genial iniciativa
era apenas un descanso, un recreo, en medio de sus innumerables
batallas. Hoy, asimismo, los Juegos, así como los campeonatos
mundiales de fútbol, se despliegan cada cuatro año, pero esta vez
indican, más allá de un fugaz reposo del hábito bélico, el
advenimiento de una nueva cultura universal a través de la cual las
naciones se esfuerzan por ganar la paz.
Parecería que pretender la sustitución de la gloria y la sangre de
antaño por la exaltación de las pujas deportivas responde a una
motivación pueril. Se dice entonces, después de una victoria
futbolística y sobre todo después de una derrota, que no deben
exagerarse las tribulaciones de lo que no es, al fin, nada más que un
juego.
Hay quienes han analizado más aún el fútbol como una nueva versión del
"opio de los pueblos" que Marx adjudicó, en su tiempo, a la religión.
A esta concepción respondió por ejemplo el brillante ensayo de Juan
José Sebreli La era del fúbol , publicado en 1998. ¿Pero no será que,
como alguna vez le dijo Mitre a Roca, "cuando todo el mundo se
equivoca, todo el mundo tiene razón"? Seguramente, Sebreli será uno de
los escasísimos argentinos que no miraron el partido de ayer contra
Nigeria. ¿Pero no habrá entonces algo más, mucho más, que un mero
juego o un mero escape en la pasión concurrente que experimentamos
ayer millones y millones de argentinos al seguir los trebejos de
nuestra selección, una pasión que también experimentaron o
experimentarán miles de millones de personas que siguen a otros
equipos en el resto del planeta?
Es que hay un sentido místico, casi religioso, en ese momento supremo
del fútbol, cuando una multitud siente al mismo tiempo, en el mismo
instante, la dulce o amarga sensación de un gol. ¿No quiere decir algo
más allá del fútbol que él nos brinde, a quienes venimos de las más
distintas preferencias, esta sorprendente vivencia de la unanimidad?
¿Qué late en el fondo de la conciencia colectiva cuando todos vivimos
una idéntica sensación? ¿Sólo el entretenimiento de un juego o la
aguda conciencia de que formamos parte de una misma nación? Los
guerreros que nos precedieron, ¿no sentían algo similar cuando
cargaban detrás de una bandera? El fútbol tiene la ventaja adicional
sobre los demás deportes de que la escasez del gol lo transforma en un
estallido inolvidable. ¿No será que en este tiempo en que las
impulsiones de la unidad casi nos han abandonado, la camiseta se ha
convertido en el sustituto emocional de la bandera? ¿No es en torno de
aquella que ahora nos reconocemos mutuamente como los miembros de una
misma nación?
El vuelo de las aves
Es que no somos seres exclusivamente racionales sino también "animales
racionales" como decía Aristóteles, hechos de carne y de razón. "Hay
más cosas en el cielo y en la tierra, le advirtió Hamlet a su amigo
Horacio, que las que sueña tu filosofía". Cicerón definió alguna vez a
la República Romana como "el Senado y los auspicios", esto es, como la
razón y los augurios, presuntamente irracionales, que los sacerdotes
vislumbraban en el vuelo de las aves. Los partidos del Mundial darán
lugar a innumerables comentarios eruditos, pero también enviarán a los
argentinos nuevos augurios. Aun los más intelectuales entre nosotros,
¿podrán sustraerse en los días que siguen al pálpito, a la sensación
inexplicable pero real de que los dioses están mirando?
En este sentido, nuestros jugadores exultantes o atribulados serán
para nosotros como las aves cuyos vuelos fascinaban a los romanos.
Otras batallas incruentas, sin duda, nos esperan. Las ganaremos o las
perderemos, pero en el triunfo o en la prueba nos acompañará la
renovada sensación de la unidad nacional que aguarda después de esta
toma de conciencia.
Por ello desde ahora será necesario, además de condenar a quienquiera
pretenda apropiarse indebidamente de nuestro destino después de cada
gol, acompañar esta condena con la convicción de que estamos llamados
a hacer algo importante, algo grande, juntos, más allá de las
mezquindades cotidianas. Ha llegado la hora de tomar ventaja de este
impulso quizás irracional que sea capaz de ponernos en la ruta de una
acción convergente hacia la plenitud republicana y democrática que
todavía nos espera.