Entrevista:O Estado inteligente

domingo, abril 20, 2008

Mariano Grondona

¿Qué es peor, engañar o engañarse?

Néstor y Cristina Kirchner son los socios exclusivos del poder. No sabemos cuándo coinciden espontáneamente y cuándo discuten antes de coincidir porque sus conciliábulos son impenetrables. La única señal visible que dejan escapar los Kirchner a medida que aumentan las dificultades de su segundo período de gobierno es que Néstor pasa más tiempo en Olivos que en Puerto Madero desde que estalló la crisis del campo. Los conciliábulos íntimos, por lo visto, están aumentando.

Más allá de esta simbiosis del poder, la única diferencia entre ambos cónyuges es su estilo de comunicación. Néstor, por lo general, calla. Cristina, por lo general, habla. Los discursos incesantes de la Presidenta nos dan al menos, entonces, una pista de sus pensamientos. Como la obsecuencia de sus colaboradores amplifica de inmediato los mensajes de Cristina, los intérpretes contamos, como consecuencia, con un significativo material. A los observadores nos pasa aquí lo que les pasaba a los "sovietólogos" cuando querían adivinar las intenciones secretas de los jerarcas del Kremlin antes de que Gorbachov abriera el sistema comunista a propios y extraños. Es poco pero es algo para investigar.

El periodismo está registrando, en este sentido, una inquietante distancia entre los dichos de Cristina y los datos de la realidad. Ella viene de decir, por ejemplo, que el suyo y el de su marido es el primer "buen gobierno" que ha tenido la Argentina independiente en sus 200 años de historia. Condenó a los dirigentes rurales, además, como "golpistas". No vaciló después en echarle la culpa por la quema de campos en las Lechiguanas al inmoderado deseo de los productores de aumentar su rentabilidad.

Un par de días antes, Cristina había incitado a "las elites" rurales a compartir solidariamente sus extraordinarias ganancias con el resto de la sociedad. Defendió también lo que más combate el campo, la introducción de altas retenciones móviles a las exportaciones agropecuarias, como un medio para consolidar la distribución de los ingresos en la que estaría empeñado el Gobierno. Pero basta recordar las imágenes de los cortes a la vera de las rutas para confirmar que quienes allí estaban no eran una elite, sino pequeños productores al borde de la quiebra por la discriminación fiscal de la que son objeto. Y en cuanto a la supuesta distribución de los ingresos, sólo es necesario recordar que, como ha sido ampliamente subrayado por un periodismo cada día menos complaciente, la alta inflación en la que estamos entrando golpea menos a los ricos que a los pobres, mientras son el Estado kirchnerista y sus empresarios favoritos los que operan como una sigilosa elite concentrando cada día más los negocios y las ganancias de una Argentina en estado de desigualdad.

La propaganda

Decía Maquiavelo que el que quiera engañar siempre encontrará a los que quieren ser engañados. Los dichos de Cristina y sus acólitos, de los que consignamos aquí sólo algunos ejemplos como botón de muestra, implican graves distorsiones. Pero ¿sólo son casos de un abuso de propaganda destinado a la parte menos informada de la sociedad, a los millones de "clientes" de una vasta red de captación, o reflejan algo más profundo? ¿Hay, en los Kirchner, únicamente un proyecto deliberado de manipulación o por detrás de él también gravita una falla de su propia percepción que los tiene no ya como victimarios por lo que dicen sino como víctimas de lo que piensan? ¿Se reduce todo acaso a seguir a ese maestro de la propaganda que fue Joseph Goebbels cuando decía "miente, miente, que algo queda" o el despliegue de la propaganda oficial traduce auténticos errores frente a la incómoda realidad?

Al distorsionar la realidad, el gobierno de los Kirchner no sólo desinforma a las masas que lo siguen; se daña también a sí mismo. Demos sólo un caso. La Presidenta cree ser una gran oradora. Es para muchos evidente, empero, que sus encendidas arengas, más que beneficiarla, la perjudican. Fue por este efecto "búmeran" que sus asesores le aconsejaron hablar menos durante las campañas electorales. Y es evidente también que parte de la crispación que hoy agita sobre todo a las clases medias urbanas, y ya no sólo al campo, se debe a las sobreactuaciones discursivas de la Presidenta. Pero ella insiste. ¿Nos hallamos aquí frente a un exceso de la propaganda destinada a terceros o frente a un propio error de percepción?

Los prejuicios

Cuando el Gobierno acusa a los productores rurales de querer ganar demasiado a costa de la distribución del ingreso en la que él estaría empeñado, su doble error es manifiesto porque los productores pequeños temen fundirse con la nueva regla de juego tributaria que pretendió imponer el ministro Lousteau y porque esa imaginada distribución no beneficia a los pobres sino a algunos ricos. Podría decirse que aquí hay sólo "propaganda". Pero esta endeble argumentación oficial, ¿no refleja también un profundo prejuicio ideológico contra el campo? Este prejuicio, ¿no proviene acaso del viejo rencor contra esa "oligarquía vacuna" que combatió el Perón inicial y que ya no existe?

Cuando la Presidenta embiste contra el periodismo denunciando al brillante humorista Sabat como autor de un "dibujo mafioso" a costa de ella, ¿no aflora aquí también un prejuicio ideológico contra las expresiones libres del periodismo cuyos medios hasta ayer menos hostiles ya empiezan, como consecuencia, a darle la espalda? ¿A qué se debe, en todo caso, que ni Néstor ni Cristina hayan ofrecido nunca las conferencias de prensa habituales en los países democráticos?

En cierto modo, los prejuicios del Gobierno, tan visibles frente al campo, al periodismo independiente, a las Fuerzas Armadas y a la Iglesia, son aún más graves que las presiones de la propaganda oficial porque, en tanto que el que engaña deliberadamente conoce la realidad que oculta, el prejuicioso la ignora porque sus propias anteojeras no se la dejan ver. Aquí es precisamente donde, en tanto que el que engaña lo hace a sabiendas, el que se autoengaña pasa a ser no sólo el victimario de su audiencia sino también la víctima de sus propias preconcepciones.

En su estudio magistral sobre el resentimiento, Max Scheler señaló en este sentido que el poseído por este impulso destructivo pasa a ser su víctima porque deja de inspirarse en el sentido común. Si pierde entonces una licitación o falla en un examen, en vez de preguntarse a sí mismo en qué falló se dice que le ganaron con trampa. Pero una vez que se convence de haber sido objeto de una injusticia, deja de aprender de su experiencia fallida para superarla en la próxima ocasión; de este modo, se queda sin un futuro mejor.

¿Qué es peor, entonces, engañar mediante la propaganda o engañarse por los prejuicios? Moralmente, quizá la propaganda sea peor porque es afluente del cinismo. Pero el cínico conoce al menos su error y, de enmendarse moralmente, podría superarlo. El prejuicioso desconoce en cambio cuál es el mecanismo de distorsión que opera en sus entrañas. ¿Quién podría en tal caso corregirlo? ¿Cómo escuchará a los que quieren ayudarlo a ver las cosas como son, si sus prejuicios lo llevan a sospechar que esos mismos que querrían ayudarlo son, precisamente, sus enemigos?

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