domingo, junho 27, 2010

Mariano Grondona ¿Acaso no sabíamos que el rey está desnudo?

LA NACION

Según una leyenda que ha recorrido la historia desde el siglo XIV hasta nuestros días, un rey cabalgaba muy orondo como Dios lo había traído al mundo sin que aquellos que lo contemplaban, presos del temor, se animaran a decírselo hasta que un niño, bendecido por la inocencia, proclamó en voz alta lo que todos sabían y nadie confesaba: que el rey estaba desnudo. A partir de este milagroso momento los súbditos le perdieron el miedo a su despótico monarca y se convirtieron en ciudadanos.

El ex embajador en Venezuela Eduardo Sadous no es por cierto un niño, sino un adulto, pero, al igual que el niño de la leyenda, se ha animado a denunciar primero ante la Justicia y después en la Cámara de Diputados que los negocios de exportación entre los gobiernos de la Argentina y de Venezuela han sido reiteradamente "lubricados" por coimas del quince al veinte por ciento. La pregunta que aún espera una respuesta es si la valerosa denuncia del diplomático será acogida por una investigación que sería estruendosa si al menos algunos testigos aceptaran convertirse de súbditos en ciudadanos. ¿Caerán los dichos de Sadous, como tantos otros similares antes de él, en un conveniente olvido, o serán el punto de partida de una reacción colectiva de amplios alcances? Esta pregunta es significativa porque apunta a un mal que ha venido afectando de manera creciente nuestra sociedad: el mal, potencialmente terminal, de la corrupción.

El "estado de corrupción"

Se nos dirá: pero la corrupción, ¿no ha afectado siempre a las naciones? ¿Y no las seguirá afectando? ¿Por qué agitarse tanto entonces ante las denuncias de Sadous? Esta objeción cubre a los que llamamos actos de corrupción , que desgraciadamente han acompañado y acompañarán a la condición humana. Pero una cosa son los actos de corrupción que, como las manchas en el tigre, siempre estarán en nosotros, y otra cosa muy distinta es lo que llamamos estado de corrupción , es decir, una generalización tal de aquellos actos que, al cubrir frecuentemente las acciones de funcionarios y empresarios, se vuelven habituales y por eso previsibles hasta invadir como una plaga la vida del Estado y de la sociedad.

Cabría esbozar aquí una historia de la corrupción en la Argentina. Podría decirse en este sentido que, si los actos de corrupción nos acompañaron siempre, ellos se multiplicaron recientemente bajo el poder de Menem y de Kirchner, hasta poner a nuestro país en el fondo de la lista de los países corruptos que prepara anualmente la organización Transparencia Internacional. Cuando uno recorre esta inquietante lista, y al comprobar que en ella la Argentina ha venido ocupando una posición cada año más vergonzosa, se hace difícil negar que en estos últimos años ya no padecemos de "actos" de corrupción relativamente excepcionales, sino de un verdadero "estado" de corrupción que ya no es similar a un tumor, ni siquiera a un cáncer, sino a una metástasis que invade los más diversos tejidos sociales.

La comparación entre la corrupción que permitió Menem y la que ahora alienta Kirchner marca a su vez una diferencia de grado que apunta hacia su agravamiento, ya que, mientras que a Menem no le importaba la difusión del mal y se aprovechaba además de ella, Kirchner, por su parte, la "concentra" en su inmediato entorno, multiplicando aún más, por ello, su enorme peligrosidad.

Cuando alguien comete un acto de corrupción traiciona su deber hacia un tercero, y a través de él a la nación, para obtener un beneficio ilegítimo. Pero el acto de corrupción conlleva un perjuicio adicional por ser "contagioso". Como hacen falta dos para bailar el tango, el que tienta a otro en dirección de un acto corrupto, si éste cae en la tentación, es reclutado en la legión de los corruptos, algo que el "tentado" duplicará al convertirse más tarde en "tentador". Una vez que la serie de tentaciones aceptadas y duplicadas se extiende hasta expandirse en red, la sociedad misma queda afectada por una enfermedad conexa que llamaríamos la resignación colectiva ante la corrupción, que irrumpe en el corazón de la sociedad cuando, siendo aceptada por más y más personas como un "hecho", la corrupción avanza inconteniblemente hasta que algunos se preguntan si sustraerse a este mal colectivo que incluye desde las grandes corrupciones hasta las pequeñas, si quedar al margen de esta corriente, no es convertirse en un ingenuo, en un "gil". Es en ese momento en el cual la acelerada difusión de los actos corruptos, arrastrando cada día más a los funcionarios y a los empresarios que transan con ellos, se transforma en un mal general, habitual, aunque también es verdad que, a partir del momento en el cual se ha instalado el "estado de corrupción", la sociedad se alarma por un instinto de supervivencia y termina reclamando que el Estado, después de haber sido el promotor de la corrupción, haga algo decisivo en sentido contrario, simplemente con la intención de salvarse.

Utopía y "anticorrupción"

¿Por qué el estado de corrupción es tan peligroso que urge liberarse de él? Porque la sociedad es un sistema de expectativas recíprocas en virtud del cual cada uno de sus miembros actúa a la espera de lo que haga el otro. Si este "otro" es un funcionario, lo lógico es esperar que, al tomar sus decisiones, por ejemplo, ante alguna licitación, procure lo mejor para el conjunto. Si el estado de corrupción lleva a sospechar de la rectitud de los funcionarios, los que se verán afectados por sus decisiones tienden a curvar también su conducta con la mira puesta ya no en lo que hay "sobre" la mesa de las deliberaciones públicas, sino "por debajo" de ella, en las transacciones ocultas que las condicionan. Funcionarios y empresarios bucean entonces en busca de los beneficios ilegítimos que acechan a las decisiones públicas, con un doble resultado. Primero, que cada decisión estatal será subóptima, en ocasiones pésima, en dirección del bien común que los ciudadanos tienen el derecho de reclamar. ¿Es posible calcular la miríada de malas decisiones que diezman, debido a este mecanismo perverso, el desarrollo de nuestra nación?

Pero, con ser este cúmulo de las decisiones antisociales un mal tan profundo, en segundo lugar hay otro mal aún mayor: que los miembros de una sociedad afectada por el estado de corrupción terminen por perder la confianza recíproca , que, como Francis Fukuyama lo ha señalado en su libro Confianza , es su principal "capital social". ¿No es esto lo que nos pasa a los argentinos hoy, mientras asistimos impotentes a la anemia de las inversiones de largo plazo y a la fuga de los capitales?

La metástasis moral que nos amenaza a los argentinos en medio del actual estado de corrupción, ¿es en todo caso reversible ? Roberto Alemann dijo alguna vez, al hablar de la inflación, que si se la combate de frente, aun así habrá algo de inflación, pero que si se la tolera, lo que habrá es hiperinflación. Esta tesis es aplicable a la corrupción. Si la combatimos mediante una verdadera campaña nacional, aun así habrá algo de corrupción. Pero ¿qué pasará si la toleramos, y más aún, si la promueve el Estado? Habrá hipercorrupción. Sólo si un jefe de Estado se convierte en un verdadero cruzado contra el estado de corrupción que ahora nos circunda, podrá llevarlo gradualmente hasta el remanso de los inevitables actos de corrupción que ya no serían en tal caso pecados mortales sino veniales. Las manchas del tigre son, después de todo, inevitables. Lo que nos urge lograr mediante un gran esfuerzo convergente es que el tigre no se transforme en pantera.