quinta-feira, fevereiro 23, 2012

¡No quiero un Congreso de ricos y corruptos! Por Carlos M. Reymundo Roberts

LA NACION
Estoy terminando la semana con una indignación que hace mucho no
sentía. El escándalo que se ha armado por el hecho de que a diputados
y senadores les duplicaron el sueldo me parece falso e hipócrita.
Falso, porque en realidad no ha habido un aumento sino una admisión de
que sus salarios estaban muy retrasados; e hipócrita, porque
cualquiera de nosotros querría, como ellos, cobrar cada vez más y
trabajar cada vez menos.

La verdad, no entiendo muy bien este debate. Yo estaría indignado si
el tipo que me representa en el Congreso, el legislador al que voté,
está en el bando de los que defienden los sueldos bajos y no altos.
Además, el aumento fue decidido por los presidentes de las dos
Cámaras, es decir, por los jefes, y dónde se ha visto que alguien le
diga a su jefe que no quiere ganar más.

Aunque como buen kirchnerista odio las teorías conspirativas, mi
sospecha es que este affaire no es más que una pantalla montada por
los medios hegemónicos (qué casualidad: nos enteramos de todo por una
nota de Laura Serra en LA NACION) para que Boudou, comprometido por
las graves denuncias en el caso Ciccone, no pueda dar una explicación.
Ya van a ver: cuando se termine esta historia del aumento de las
dietas, el vicepresidente va a llamar a conferencia de prensa y va a
aclarar todo. Debe estar desesperado por la imposibilidad de hacerlo
ahora mismo. Lo único que quiere es enfrentarse con una legión de
periodistas y gritarles: "¡Aquí estoy, pregúntenme lo que quieran!"

Pero volvamos al Congreso. Contra lo que pueda pensarse, el trabajo
allí no es fácil. Por de pronto, queda lejos de las casas de los
legisladores. En la mayoría de los casos, muy lejos. Por eso muchos
van sólo dos o tres veces por semana, y hay algunos que se ve que se
pierden en el camino porque aparecen muy poco. En una futura reforma
constitucional podría pensarse en una suerte de Congreso delivery ,
que más que esperar a los legisladores vaya a sus casas. No en busca
de la comodidad, sino del quórum.

La tarea de legislar, decía, no es sencilla. Si sos kirchnerista no
votás lo que te gusta, sino lo que te ordena Cristina. Calladito, sin
chistar, sin preguntar, sin debatir, sin protestar. A mí me parece
bárbaro, pero entiendo que a muchos esta obediencia debida, que los
lleva a votar incluso por cosas con las que no están de acuerdo, les
debe resultar dolorosa. Quizá por eso reciben un pago por desarraigo:
los tipos quedan desarraigados de sus ideas, de sus convicciones.

Si sos del bando opositor la cosa tampoco es fácil. Antes, los
opositores votaban en contra de lo que quería el oficialismo y ya
estaba. Hoy, el primer problema es que los límites son mucho más
difusos: en esta ley sos opositor, en la próxima sos oficialista, en
la que sigue también, después volvés al rebaño, después volvés a
saltar. Eso también es desarraigo. No quiero imaginarme lo dura que
debe ser la vida de un legislador de la contra: el celular que suena y
suena entre las llamadas de uno de los nuestros, para ofrecerle el oro
y el moro, y las de su jefe de bloque, rogándole que no los abandone.
Me pregunto si hay plata en el mundo que pague ese estrés.

¿Que trabajan poco, que en el período ordinario del año pasado apenas
sancionaron 65 leyes (68 menos que el promedio de los últimos 21
años), que por lo general sólo van al Congreso de martes a jueves, que
en enero y febrero no se los ve, que los años de elecciones -es decir,
año por medio- se dedican casi exclusivamente a las campañas??

Todas esas críticas me parecen, en el mejor de los casos, insensibles,
y en el peor, golpistas. Como acabamos de ver, legislar es un trabajo
agotador que requiere de cuerpos y cabezas descansadas. Hay que estar
atentos para subir y bajar el brazo cada vez que te lo ordenen; hay
que interrumpir el café porque te están llamando por decimocuarta vez
a una sesión; hay que soportar unos discursos imposibles; hay que
pagarles a decenas de asesores; hay que deambular por radios y canales
de TV; hay que sacarse una foto en la banca para que tu mujer (o tu
marido) te crea que fuiste al Congreso; hay que estar canjeando por
efectivo los pasajes de avión que no usaste; hay que reunirse todo el
tiempo con el contador para emprolijar las cuentas; hay que votar
cosas de las que nunca oíste hablar; si sos kirchnerista y te cruzás
en un pasillo con Menem (si tenés mala suerte, porque sólo va cada
muerte de obispo), tenés que sonreírle porque ahora es un aliado; si
sos opositor y te cruzás con Menem, tenés que sonreírle y admitir:
"Turco, qué bien la hiciste". Y además, como la ley no te lo impide,
tenés que seguir ocupándote de tus otros trabajos, de tus negocios, de
tus campos, de tus empresas.

Ahora que conocemos mejor la agenda de nuestros diputados y senadores,
escandalicémonos, sí, pero por las migajas que cobran. Para ellos,
nada de sintonía fina. Abramos grande la caja. Rescatemos a esos
pobres de su pobreza. Como dijo el presidente de la Cámara baja,
Julián Domínguez, permitamos que puedan comprarse un traje. O
consigámosles un trabajo de ministro, para que ganen 10.000 dólares
por mes. Porque si no, como dijo también Domínguez (cuántos méritos
está haciendo para que lo llamemos "el Iluminado"), el Congreso sólo
será para ricos o corruptos.

Tiene razón: nada más espantoso que un Congreso de ricos y corruptos.
Yo prefiero mil veces el que tenemos ahora..