domingo, agosto 29, 2010

MARIANO GRONDONA La crisis del relato setentista

Toda guerra tiene dos rostros. Uno de ellos es la guerra en sí misma,
que unos ganan y otros pierden. El otro es el relato de la guerra.
Habitualmente, el relato de la guerra ha quedado en manos de los
vencedores. Si leemos, por ejemplo, las proezas de los griegos en las
Guerras Médicas, cuando rechazaron las invasiones persas, tomamos con
cierta precaución el dato de que los ejércitos de Atenas y Esparta
contaban apenas con algunos miles de combatientes mientras los persas
sumaban un millón porque la versión de las Guerras Médicas que llegó a
nosotros es sólo el relato de los vencedores. Por eso llama la
atención que, pese a que el Ejército venció a los Montoneros en la
guerra civil de los años setenta, su relato haya quedado en manos de
los vencidos y no de los vencedores.
El relato de la guerra de los años setenta atravesó, en verdad, dos
versiones. En una primera versión, que llegó hasta 1983, el Ejército
quiso imponer la interpretación según la cual había derrotado al
terrorismo montonero en defensa de la civilización occidental. Pero a
partir de 1983 esta versión que llamaríamos antisetentista empezó a
ser reemplazada por otra versión setentista según la cual los
vencedores de los setenta habían sido sin excepciones inhumanos,
represores, en tanto que sus vencidos, jóvenes idealistas, eran
víctimas de la sistemática violación de sus derechos humanos.
¿Cómo fue posible esta paradoja de que los vencidos hayan impuesto su
relato a los vencedores, en contradicción con lo que ha sido habitual
en la historia? Por una transformación interna de los Montoneros
gracias a la cual, después de haber perdido la guerra cruenta que
habían desatado al comenzar los años setenta, pudieron ganar la guerra
incruenta que acompañó al desenvolvimiento de la democracia, y esto
hasta un punto tal que hoy los militares han pasado de ser de los
victimarios que fueron en los años setenta a ser las víctimas de la
violación de sus propios derechos humanos, ya que de los mil militares
que hoy pueblan las cárceles, más de ochocientos están presos sin
proceso ni sentencia, lo cual los convierte, técnicamente, en presos
políticos.
El autor intelectual de esta notable paradoja fue el pensador italiano
Antonio Gramsci, quien en los años veinte, cuando el dictador
Mussolini lo tenía en prisión, desarrolló la hipótesis de que el
comunismo no vencería mediante la lucha de clases de origen obrero
sino mediante la seducción de los intelectuales, los artistas y los
periodistas, todos ellos de clase media, en el curso de una lucha ya
no "física" sino "cultural". Fue con la ayuda de esta doctrina que los
Montoneros y sus aliados dieron vuelta el relato de los años setenta.
Uso y abuso
El paso de un relato "militar" a un relato "montonero" no ocurrió,
empero, de golpe. Cada cual a su manera, los presidentes Alfonsín, De
la Rúa, Menem y Duhalde procuraron llevar al país a una visión
intermedia, ni promontonera ni antimontonera, que abriera las puertas
a la única solución de largo plazo que, siguiendo al abrazo entre
Perón y Balbín en 1973, podría reconciliarnos a los argentinos con
nosotros mismos. Cuando Kirchner llegó al poder en 2003, sin embargo,
lo primero que hizo fue reavivar el fuego del rencor.
¿Lo hizo por convicción o por conveniencia? El hecho es que, antes de
asumir el poder, Kirchner no se había distinguido por disentir ni de
los militares ni de Menem. Es que su lógica era otra, porque lo que lo
ha movido desde hace siete años no ha sido su pertenencia a uno o a
otro de los relatos que nos habían separado, ni mucho menos a su
generosa superación, sino una inspiración enteramente diferente: la
búsqueda obsesiva del poder total. Dentro de esta nueva lógica, hasta
causas sagradas como los derechos humanos resultaban meramente
instrumentales. De Kirchner en adelante esta noble consigna ha
quedado, igual que otras, al servicio de una ambición desenfrenada.
En el despliegue de su poder, Kirchner consiguió seducir hasta a
militantes por los derechos humanos. Blanco de esta nueva lógica
fueron, por lo pronto, las Madres de Plaza de Mayo. El Kirchner
anterior a 2003, que había sido funcional en Santa Cruz tanto a los
militares como a Menem, se transformó de ahí en más en activo
adherente al relato montonero. Pero su intención, ¿tenía algo de
auténtica? Poniendo en práctica su propia clasificación de los
argentinos en enemigos o incondicionales, Kirchner logró hasta torcer
la historia de las Madres, quienes después de haber sido admiradas
hasta por sus detractores por su heroísmo, pasaron a convertirse en
otro peón más en el tablero del poder. Hay, así, dos capítulos en la
historia de las Madres, uno admirable y otro nebuloso porque algunas
de ellas podrían haber recibido cuantiosas prebendas a cambio de su
adhesión.
Si esta instrumentación de las banderas de las Madres en función de
las necesidades del poder permitía sospechar que no todo era
confesable en la intención de los Kirchner, el grosero despliegue de
los infundios que lanzó la Presidenta el último martes por la cadena
oficial dejó al descubierto la evidencia de que su ardiente defensa de
los derechos humanos no es sino un recurso más, entre otros, para
manejar a los argentinos.
Premisas y conclusiones
El largo discurso de Cristina Kirchner del último martes dejó
perplejos a los observadores por el contraste entre sus premisas y sus
conclusiones. En las premisas, dedicadas a exponer su propio relato
sobre la compra de Papel Prensa, la Presidenta acusó a los directivos
de LA NACIONy Clarín de haber adquirido la fábrica de papel
aprovechando la prisión y tortura de los miembros de la familia
Graiver, en complicidad con los militares. Pero a esta horrorosa
acusación no siguió, como muchos temían, la expropiación de Papel
Prensa o la prisión de sus directivos sino el tímido anuncio de que el
Poder Ejecutivo derivaría el tema al Congreso, donde está en minoría,
y a la Justicia, donde ni Oyarbide se animaría a darle curso.
Fue como si alguien, después de haber acusado a otro de asesinar a su
hijo, sólo decidiera enviarle un telegrama colacionado. ¿Cómo explicar
esta contradicción entre los durísimos fundamentos del discurso
presidencial y su ambiguo desenlace? Algunos hablan de la acción
diplomática de los Estados Unidos, alarmados por el avance de los
Kirchner contra la prensa libre.
Otros mencionan el disenso que se habría desatado en el seno mismo del
poder entre los "halcones" y las "palomas". Lo más probable es que el
contraste entre el relato de Cristina Kirchner sobre Papel Prensa y la
verdad de lo que ocurrió, minuciosamente revelada por Isidoro Graiver,
haya resultado de tal monta que dejó al descubierto el infundio del
Gobierno. Antes de que la Presidenta hablara, la calumnia ya había
sido descubierta.
¿Qué podría hacer entonces Cristina? Quizá lo mejor habría sido no
pronunciar su anunciado discurso. Al insistir empero en el lanzamiento
de sus premisas, a las que no seguiría ninguna conclusión concordante,
la Presidenta aceptó un daño que quizá sea mayor que lo que hemos
visto hasta ahora: el haber expuesto su última versión del relato
setentista a una crisis de credibilidad insuperable. Quizás éste sea
el momento en que los tirios y troyanos de otrora echen mano al último
recurso que les queda frente a la memoria de los años 70: que unos y
otros, los actores de aquella tragedia, digan la verdad de lo que
pasó, sabedores de que, contra su confesión, serán perdonados. Es lo
que hizo Mandela en Sudáfrica. Si queremos volver al futuro, es lo que
deberíamos hacer, también, nosotros.