LA NACION
Cuando la República Romana se expandía por el mundo antiguo, se topó con un guerrero llamado Pirro en las márgenes de Grecia. Pirro venció a las legiones romanas, pero a un costo tan alto en hombres y en recursos que exclamó: "Con otra victoria como ésta, estaré perdido". La dramática ironía de Pirro quedó como una clásica comprobación de que, tanto en la guerra como en la política, a veces el que gana pierde y el que pierde gana. Por eso se habla desde entonces de victorias pírricas cada vez que el aparente vencedor resulta el verdadero perdedor.
El aleccionador ejemplo de Pirro nos servirá en la medida en que dejemos de ver los reiterados tropiezos de la negociación entre el Gobierno y el campo como el intento frustrado de ambas partes por llegar a un difícil acuerdo y pasemos a interpretarlos como la expresión del método que está usando Néstor Kirchner, no para acordar con el campo sino para doblegarlo a través de lo que los teóricos militares llaman una guerra de usura: un largo proceso de desgaste que termine eventualmente por agotar la voluntad de lucha del rival.
Si ésta es la intención de Kirchner, también quizás espere que su rival quede a su merced al final de esta interminable pulseada, que ya lleva setenta y cinco días, si los productores terminan por aceptar que se les niegue el precio de sus ventas de soja, trigo, leche o carne y se les ofrezca a cambio de lo que ellos ven como una confiscación, subsidios o compensaciones parciales para lo cual deberían presentar las consiguientes solicitudes al Estado, yendo a engrosar a partir de ahí la larga lista de los clientes políticos del kirchnerismo, una lista en la que ya han ingresado gobernadores, legisladores, intendentes, ex opositores y carecientes, como contrapartida de su dignidad. Si el campo extiende al fin la mano para recibir parte de lo que le arrebató el Estado, Kirchner tendrá la íntima satisfacción de juzgar que ha vencido a su rival.
¿Un nuevo Pirro?
Estamos partiendo de la hipótesis de que, en su "mano a mano" con el campo, Kirchner no quiere acordar sino ganar. Hoy en Rosario, mañana en nuevos avatares, el campo podría caer en la tentación de una irritación incontenible. Si elige este camino, entonces Kirchner aún podría ganar denunciándolo como "golpista" ante el resto de los argentinos.
Los presidentes de las cuatro entidades estuvieron a punto de quedarse haciendo guardia en el Ministerio de Economía el último jueves, después de haber sido maltratados con una larga espera a la que siguió un imperturbable silencio. Pero al fin no lo hicieron, eludiendo así una nueva trampa del Gobierno. ¿Podrán seguir haciéndolo en adelante? Sus bases están cada día más inquietas. Pero ellos ya saben que, en vez de dialogar francamente con ellos, los Fernández los inducen una y otra vez a "pisar el palito". Saben también que la pulseada entre el campo y el Gobierno se desarrolla en un escenario abierto a una platea donde los observan millones de argentinos. "Perder", en esta coyuntura, equivaldría a "perder primero la paciencia" porque, en democracia, el que grita pierde.
Si el Gobierno arrinconara al fin al campo, induciéndolo a perder la paciencia antes que él, Kirchner podría acariciar su ansiada victoria. Pero, al igual que Pirro, aun en este caso Kirchner debería evaluar el costo que está teniendo su estrategia. Ya sea porque ha evidenciado un papel decididamente menor en la pulseada, ya sea porque su arrogante retórica les cae mal a tantos argentinos, la imagen de Cristina Kirchner se está desplomando. Las clases medias urbanas ya le dieron la espalda en las elecciones de octubre. Las clases medias rurales, ahora, se les están sumando. ¿Qué pasaría si después del acto de hoy, en Rosario, empezaran a retumbar las cacerolas?
Las elecciones de 2009 están distantes, pero aún así su horizonte empieza a oscurecerse para el kirchnerismo. Pirro debió evaluar sus posibles pérdidas antes y no después de sus catastróficas victorias. Su suerte aciaga, ¿servirá todavía como un aleccionador ejemplo para los Kirchner?
Ganar y perder
La palabra wir, que significa "guerra" en su raíz indoeuropea, también significa "confusión". En medio del fragor de la batalla, en efecto, nadie sabe todavía si está ganando o está perdiendo. Entre nosotros, es demasiado pronto para saber quién gana, si el Gobierno o el campo. Lo que ambos contendientes deberían tener en claro desde ahora, empero, es qué significa ganar y qué significa perder . He aquí una tarea difícil porque, como Pirro lo demostró hace 2400 años, las apariencias engañan.
Los Kirchner podrían intentar todavía un acuerdo mediante concesiones recíprocas con el campo. Quizás, en su orgullo, temerían en tal caso haber perdido. Pero si los Kirchner ceden al fin en algo importante y el campo acepta su inesperada flexibilidad, ¿habrán perdido de verdad? Si la armonía volviera entre los contrincantes, ¿perder no equivaldría a ganar? Si a través de esta aparente derrota el kirchnerismo se abriera a una Argentina del diálogo y el compromiso, nuestro país se encaminaría a la serenidad en lugar de la crispación. Quizás en esta hipótesis no ganarían ni los Kirchner ni los ruralistas, pero alguien ganaría en lugar de ellos. Ganaría el país. Ganaría la democracia. Ganarían todos los que aún esperan una Argentina en camino al pleno aprovechamiento de sus inmensas posibilidades. Si alguna fracción debe quedarse sin un triunfo aplastante a cambio del progreso nacional, su aparente derrota por ceder en algo, ¿no equivaldría a una auténtica victoria?
Si ganar es a veces perder, también perder es a veces ganar. Para ello, es necesario que se tenga otra idea de lo que representan una victoria y una derrota. El kirchnerismo debe escoger, en suma, entre buscar una victoria a lo Pirro u obtener una verdadera victoria con aire engañoso de derrota. ¿Tendrán los Kirchner la grandeza de aceptar esta cuenta?
Lo que enfrentan los Kirchner, en resumidas cuentas, es una opción existencial. Si siguen pensando que su objetivo irrenunciable es ir poniendo de rodillas a todos los sectores que disienten con ellos, de la Iglesia a los medios de comunicación y del campo a los opositores, Pirro podría estar esperándolos al fin del camino. Si quieren dominar la Argentina como dominaron Santa Cruz, sólo la tendrían achicándola y dividiéndola. Pero en este caso, los argentinos de la platea los estarían evaluando. Y es lógico prever que, si un grupo de poder prefiere un país chico y dividido para lo que él cree que es triunfar, la inmensa platea le podría bajar el pulgar.
Hay una Argentina inmensa y exitosa que está esperando el resultado de esta pulseada. Contra ella, contra sus inmensas posibilidades, quizás es posible obtener pequeñas victorias en una guerra de usura. El resultado final de esta desmesura sería, empero, el de un país que pierde otra vez el tren de la historia. Pero naciones hermanas como Brasil, Chile y Uruguay no lo están perdiendo. Ven azoradas, en cambio, que mientras arranca el tren de un futuro venturoso para América latina en función de los nuevos precios de los alimentos y las materias primas, la Argentina, que fue hasta hace poco su hermana mayor, juega irresponsablemente a la ruleta rusa.